sábado, 13 de noviembre de 2010

Sin título

Toco, sin apretarlo, el botón rojo de esa cámara que mi padre me regaló un día perdido, en un tiempo que siempre parece presente. No sé por qué la llevo casi siempre conmigo. Posiblemente se ha convertido en un talismán, en mi amuleto. El tiempo ha dejado sus huellas en la cámara, que ha perdido parte de su baño plateado en el objetivo. También el payaso ha perdido color, y el mecanismo de salto suele fallar. Pero para mí lo importante es tenerla, tenerla cerca, tocarla dentro de mi bolso. A veces, buscando otras cosas en el bolso (las llaves, el mechero...) de repente me encuentro con la cámara, y es como si al volver una esquina te encuentras con un amigo al que no veías hace tiempo. Grata sorpresa, que me aporta una chispa de alegría. Cuando estoy poco animosa la busco, la miro y hablo con ella, y es como si estuviera hablando con mi padre, el día que me la compró en la feria. “¿Qué quieres, Rosa? Sabes que solo puedes pedir una cosa...”. Qué difícil era elegir, en ese mar de objetos brillantes, un regalo, solo uno, cuando te habrías llevado el puesto entero. Encima, el señor del puesto no hacía más que ponerte delante un objeto tras otro, con lo que te creaba más confusión. Pero ese día para mí no había otra cosa en el puesto. El día de antes nos habíamos encontrado con Martín y sus padres. Martín acababa de comprarse una cámara de color verde, y presumía ante mí de su flamante adquisición. Me miraba con cierta tiranía, con un claro aire de superioridad, por su juguete y porque se había enterado de que él me gustaba, por culpa de Pili, la chivata del piso de arriba. Así que cuando le vi con la cámara, se me metió en la cabeza que yo tenía que tener otra. “Quiero la cámara de fotos, papá, la de color azul”. “¿No querías ayer la muñeca con los vestidos? Te pasaste toda la tarde pidiéndomela”. El señor del puesto, al oírlo, intentaba que yo cogiera la muñeca, que debía de ser más cara, pero mi decisión estaba tomada. “No, papá, la cámara”. Me tuve que poner de puntillas para cogerla yo misma, no quería que pasara un segundo más sin que estuviera en mi poder. “Gracias papá, qué contenta estoy, acércate, que quiero darte un beso”. “¡Qué zalamera eres, Rosa! Igual, igual que tu madre, pero no me importa, con tal de coger ese beso que me das”. En ese momento, con la cámara en mis manos, para mí dejó de existir el suelo de arena, que te llenaba de polvo los zapatos, los focos de los puestos, el olor a churros, o el ruido de los aparatos de la feria... Solo el brillo de mi cámara, y el ruido que hacía la cara del payaso al salir, tenían algún valor para mí.
Han pasado ya muchos años desde ese momento, pero la cámara, al igual que los recuerdos, sigue conmigo. A veces me gustaría borrar algunos de esos recuerdos, como cuando rompes una foto que te encuentras abandonada en un cajón, para hacer desaparecer lo que recogió ese momento, aunque sé, todos sabemos, que eso no es así, que los recuerdos son como un corcho en el agua, siempre salen a flote por más que los empujes hacia abajo.
Madrid, noviembre, 2010

miércoles, 20 de octubre de 2010

Carta a El País

Como cosa mía (ja ja), envié una carta a El País, y han tenido a bien publicarla

http://www.elpais.com/articulo/opinion/series/discapacitados/elpepuopi/20101019elpepiopi_10/Tes

Dado que no siempre sucede esto (escribirles si, que te lo publiquen es otra cosa...) me atrevo a difundirla en este blog (que para eso es mío, hombre...)
¡Hasta otra!

viernes, 15 de octubre de 2010

Teo

El golpe fue tan limpio como letal. Un resbalón en la bañera, un golpe en la nuca, clásico, de libro, dejaron a Teo tumbado, semidoblado, con una mirada de extrañeza mientras el agua seguía cayéndole encima. Ni siquiera tuvo tiempo de quejarse, de gritar, de pedir ayuda a su mujer. Solo un último recuerdo, la imagen de su madre, cuando él era pequeño, matando a un conejo con un solo golpe seco en la nuca, dado con el canto de la mano, mientras con la otra mano sostenía al animal en el aire por las patas traseras.


Lucía, desde la cocina, oyó un ruido de algo que caía en alguna parte del suelo de la casa, y rápidamente localizó el origen. Pero solo encontró la mirada de Teo, que parecía preguntar ¿y ahora qué?

Poco tiempo después, si es que el tiempo tiene medida al finalizar esta vida, Teo se encontró en otro espacio, desconocido para él. Luz tenue, ningún objeto definido alrededor, murmullos que provenían de diferentes puntos. Preguntó en alto, “¿dónde estoy?” y alguien se acercó a él.

- Hola, Teo, sabes lo que te ha pasado, ¿verdad?
- Supongo que estoy muerto; resbalé en el baño y me golpeé al caer de espaldas. Todavía tengo una ligera sensación del impacto. ¿Es así? ¿Estoy muerto? ¿Quién eres tú?
- A cada pregunta, su respuesta. Si, resbalaste accidentalmente y te has desnucado. Y yo soy solo un auxiliar, alguien que te ayudará en este momento de tránsito.
- Pero no puede ser, no me puedo morir todavía. ¿Qué será de mi mujer, de mis hijos? ¿Quién se ocupará de ellos, y de mi padre que vive solo? Tiene que haber alguna manera de arreglarlo, al menos tengo que decir a mi mujer lo que tiene que hacer, dónde están algunos papeles que ella no conoce, algún dinero guardado...
- Lo siento, Teo, no hay retorno, unos y otros tendrán que apañarse, tú has terminado.
- Imposible, es imposible...

Teo empezó a manifestar desasosiego, con un gran estado de ansiedad, ante la que empezaba a ser una mirada algo torcida por parte del auxiliar. Teo se dio cuenta y empezó a cambiar de táctica. Dejó pasar un rato y dijo al auxiliar, con aparente tranquilidad:

- Por cierto, ya que las cosas están así, me gustaría hacerle una pregunta. Yo siempre fui devoto de San Borombón. ¿No estará por aquí? Ya que he pasado a la otra vida, a esta vida, quiero decir, quizá podría verle. Me haría gran ilusión, después de tanto tiempo de rezarle, y de dar no pocos donativos ante su imagen.

El auxiliar se quedó pensando.

- ¿San Borombón? Si, se quien es, aunque nadie pregunta nunca por él. Seguro que le sorprenderá saber que alguien le busca. Voy a ver si le encuentro.

Teo se fue acostumbrando a la intensidad de la luz, y empezó a ver que en la sala había gran actividad, aunque casi nadie hablaba. Gente de todas las edades entraba y salía, unos con caras de sorpresa, otros de resignación, de alegría, o de gran enfado. Parecía como si estuviera en una sala de embarque de un aeropuerto, o en una sala de espera de las urgencias de un hospital. Entonces apareció otra vez su auxiliar, acompañado de un hombrecillo más que feo, reseco, desgreñado y de mirada atravesada. Iba mal vestido, con unas ropas viejas, de color indefinible. Cuando el auxiliar le presentó a San Borombón, Teo no podía creerlo, pero procuró no expresarlo. Se puso su mejor sonrisa y preguntó al auxiliar: “¿cómo se saluda a un santo en esta vida? ¿Me arrodillo?”. El auxiliar dijo que no era necesario, que podía darle la mano como a un nuevo amigo, lo que no pareció sentar bien al santo. “Os dejo un rato, mientras atiendo a otros recién llegados, seguro que tendrás muchas cosas que preguntarle”, dijo a Teo el auxiliar, y se fue.

En cuanto se quedaron solos, Teo empezó a contar su historia y sus problemas a San Borombón, que acabó cortándole de mala gana.

- ¿Y a mí qué me cuentas? Todo el mundo se muere, y los que quedan tienen que arreglarse como pueden.
- Ya, pero sería muy fácil, si me echaras una manita. No te pido un milagro, solo hacer saber a mi mujer un par de cosas, dónde están unas llaves de una caja y unos papeles, que le aliviarán bastantes problemas... Por favor, San Borombón, piensa en algo...

A San Borombón se le estaban empezando a encender los ojos de enfado. “Pero, ¿tú quien te crees que eres? ¿Piensas que puedes llegar aquí y, sin más ni mas, pedirme un favor así? Lo que me pides es imposible, y aunque pudiera no creo que quisiera... Habrase visto, el fatuo este... Mira, no vuelvas a molestarme ni a preguntar por mí”, dijo San Borombón, y se dio media vuelta para irse. “Está bien, espera. Déjame contarte algo antes de irte. Posiblemente sabrás que abajo se sigue investigando sobre la veracidad de todo el santoral, especialmente sobre los dudosos, de pocos datos... Y seguro que sabrás que tu historia se sostiene solo en vagas leyendas medievales, que se está planteando quitarte de la lista ¿Qué dirían aquí de eso? ¿Qué pasaría aquí con tu imagen, con tu estatus, si alguien empezara a decir que San Borombón no existió nunca, que es solo un mito?”.

Los ojos de San Borombón empezaron a echar realmente fuego, mientras que su cara se volvió aún más pálida que la de cualquiera de allí. Teo vio su ventaja, pero aparentó total tranquilidad. San Borombón, casi gritando, le dijo: “¿Te atreves a chantajearme? Esto es inaudito, un recién llegado que ya viene extorsionando, ¿a dónde vamos a llegar?”. “No, no te ofendas, nadie habló de chantajes. Es solo un favor a cambio de otro. Yo arreglo lo mío y tú mantienes lo tuyo”. El santo, echando chispas, cedió. “Escucha, insensato. Haré que bajes y te hagas visible ante tu mujer durante un rato, para que arregles tus estupideces. Pero lo harás muy rápido, y sin que nadie se entere...”. “Gracias, nadie lo sabrá, te lo aseguro. Ni lo tuyo tampoco, tranquilo...”

El santo se marchó y Teo quedó solo. De repente, empezó a ver que todo se desdibujaba a su alrededor, y sintió que se movía en el espacio. Volvió a encontrarse en su casa, en la que no había nadie. Mirando al calendario de la cocina pudo ver que habían pasado varios días desde su golpe. Todo estaba ordenado, seguía habiendo fotos en las que estaban Lucía y él en distintos viajes, pero ella no estaba allí. Sabiendo que tenía poco tiempo, y que por la hora que era Lucía podría estar comprando, decidió buscarla. La encontró en el mercado, esperando su turno en la pescadería. Se acercó despacio a ella. “¡Lucía! Lucía, no te asustes, soy yo, Teo, tengo que decirte algunas cosas importantes...” No le dio tiempo a hablar más. Lucía, al verlo, empezó a poner los ojos en blanco, y cayó al suelo, rodeada por el resto de clientes que no daban crédito a lo que estaba pasando. Teo no había medido las consecuencias, y vio que todo el mundo les miraba a los dos, él de pie, ella en el suelo. Algunos empezaron a cuchichear. “Parece su marido, pero no puede ser, ¡si estaba muerto!” Una clienta, que además era vecina, se atrevió a acercarse y hablar. “¿Eres Teo? ¿Qué haces aquí?” Teo, nervioso al ver que el asunto se le iba de las manos y el tiempo se agotaba, explicó a la vecina que tenía algo importante que decir a Lucía, sin darle más detalles. La vecina, pálida como el papel, consiguió reanimar a Lucía y llevarla a su casa. Teo consiguió explicar a Lucía algunos datos importantes mientras sintió que empezaba a desaparecer. Volvió a encontrarse en la sala de tránsito, pero se sintió más tranquilo al pensar que al menos había conseguido su objetivo. Vio acercarse a su auxiliar, y se dirigió a él intentando dar imagen de normalidad. Pero la mirada de éste le anticipó que algo no iba bien. Nada bien.

- ¡Buena la has hecho! ¿Dónde has estado?
- ¿Yo? ¿Dónde voy a estar? Aquí, esperándote...
- ¿Esperándome? ¿Encima intentas engañarme? Llevo varios días buscándote, todo el mundo de tránsito, incluso muchos residentes, está alborotado, pidiendo el mismo trato que has recibido tú. A San Borombón le ha llamado el Jefe para hablar con él. ¿Cómo se te ocurre volver a la tierra? Vaya par de insensatos, el santo y tú.
- Pero... ¿cómo puede ser tanto lío? Si solo han sido unos minutos...
- Mira, insensato, no intentes medir el tiempo como lo hacías en la tierra. Lo que allí era lineal y constante, aquí es flexible, a veces circular, ¡es la otra vida! Para tus cálculos, has estado fuera de aquí una semana terrestre, más que de sobra para liarla...

Mientras tanto, en la tierra, las cosas no habían ido mejor. La noticia de la aparición y el mensaje corrió como pólvora, y cientos de personas acudieron a sus líderes religiosos a pedirles, a exigirles, que hicieran que sus difuntos pudieran volver temporalmente. Cierto es que también algunos insistían en que sus finados no regresaran de ninguna de las maneras, que estaban muy bien donde fuera que se encontraran. Las protestas de arriba y de abajo habían sacado de quicio al Jefe Supremo, que decidió, para aplacar los ánimos, conceder un “periodo especial”, para que aquéllos que quisieran pudieran bajar a arreglar sus asuntos pendientes durante un breve tiempo. Pero esto, en lugar de arreglar las cosas, dio lugar a más caos: las ciudades y pueblos se vieron llenas de aparecidos, que andaban buscando a sus familiares, a sus mujeres o maridos, los cuales en muchos casos hacía tiempo que tenían una nueva vida. La situación se volvió insostenible, y los líderes de las distintas religiones mantuvieron una reunión. Acordaron por unanimidad solicitar al Jefe Supremo que hiciera que todo volviera a ser como antes: los vivos aquí, los otros allí. Éste accedió, aliviado, pues la situación se estaba volviendo un poquito complicada ¿Y San Borombón? Tuvo que conformarse, como castigo menor, con ser rebajado a leyenda, aunque consiguió que no se produjera su expulsión. Como gracia, se le permitió seguir apareciéndose algunos días, en forma de isla, al oeste de La Palma, El Hierro y La Gomera.

Madrid, Septiembre, 2010

martes, 12 de octubre de 2010

Cierra los ojos

- ¡Cierra los ojos!
- ¿Para qué quieres que los cierre? ¿Me vas a hacer un regalo? ¿Me vas a dar un beso?
- Ya te gustaría, bobo. Cierra los ojos y cállate, para variar. Te voy a enseñar algo.
- ¿Cómo me puedes enseñar algo si tengo los ojos cerrados?
- ¡Qué pesado eres! Si no quieres, no lo hagas...

El Retiro en otoño tiene una ventaja sobre la primavera. El clima puede ser igual de agradable, pero todo parece ya más tranquilo, como si la naturaleza cautiva que allí habita empezara ya a hacer silenciosamente sus maletas, en previsión del invierno que no tardará en llegar. Clara y Daniel, 24 y 27 años, pasaban juntos la tarde en una de las muchas praderas de césped, cerca de la zona donde hasta hace poco dejaban tocar los tambores. Daniel accedió y cerró los ojos, dejándose llevar por la petición de Clara. Para Daniel, cualquier petición de Clara era más que una orden, aunque ella no lo supiera, o pareciera no ser consciente de ello.

- Ya los he cerrado. ¿Y ahora qué?
- ¿Qué ves ahora?
- ¡Qué voy a ver! ¡Nada! ¡Alguien me ha pedido que cierre los ojos! ¿Lo recuerdas?
- ¡Qué tonto eres! Hay muchas formas de ver, no solo a través de los ojos abiertos. Intento saber si eres capaz de ir un poco más allá de lo que estás acostumbrado, aunque empiezo a dudarlo. ¿Qué oyes? No respondas de inmediato, piensa un poquito, si es que sabes.
- Ja, qué graciosa. Oigo... ruido, voces... Es fácil.
- Vale, estás en el nivel uno. Vamos a ver si pasamos de pantalla. Imagina una caja llena de objetos. Al principio solo verás la mezcla, la confusión. Poco a poco puedes ir viendo los objetos uno a uno. Sus formas, sus tamaños, sus texturas. Podrías ir sacando uno a uno e identificarlos, ¿no? Vuelve a pensar: ¿Qué oyes?
- Vale, creo que lo entiendo. Déjame pensar... Oigo la voz de una niña... Oigo un perro... Quizá estén jugando juntos, son sonidos que se alternan... Oigo el sonido de alguien corriendo sobre la arena... Oigo el golpe que se da a una pelota... ¡Nunca lo hubiera pensado, ser capaz de ver con los oídos...!
- ¡Vaya sorpresa! Y tú dices que eres mi amigo... Poco se te ha pegado... Bueno, creo que has pasado de pantalla, aunque te falta mucho entrenamiento. Seguiremos otro día, creo que se va haciendo tarde.
- ¿Quieres que nos vayamos?
- Si, espera que coja mi bastón, y ayúdame a levantarme.
- Si quieres, puedo ser tu perro guía...
- ¡Pero qué tonto eres! Menudo guía serías, nos perderíamos cada cinco minutos...
- Eso estaría muy bien...
- Bobo, me tomas el pelo... todavía no sé por qué sigues siendo mi amigo...
- Porque no tengo más remedio, que si por mí fuera... Quieta, quieta, no me pegues... No te enfades mujer, ya me lo has dicho otras veces y no insistiré, no quiero acabar con tu bastón incrustado en mi cogote... Pero es que me lo has puesto muy fácil...

Fue cayendo la tarde. Clara y Daniel siguieron caminando en silencio, envueltos en el abanico de sonidos del Retiro. Daniel no vio la suave sonrisa que Clara dibujó por un momento en su cara.

Madrid, septiembre de 2010.

lunes, 4 de octubre de 2010

50 años

No me gusta hablar de mí, pero un día es un día...

50 años, un día más.

Todo lo pasado, todo lo que vendrá,
50 años, un día más.
Familia, amigos, y los que quedaron atrás,
50 años, un día más.
Lo que hice, lo que debí hacer,
50 años, un día más.
Por quien me quiere, y por los demás,
50 años, un día más.
Maristas, Escuni, la Facu, currar,
50 años, un día más.
Tres soles, cien nubes, y vuelta a empezar,
50 años, un día más.

martes, 7 de septiembre de 2010

Escribo

Escribo cada noche. Relatos, poesías... Horas y horas escribiendo, algunas veces casi hasta que amanece y me vuelvo a dormir. Los escribo a oscuras, en la cama, en mi cabeza. Pero a la mañana siguiente, cuando quiero depositarlos en el papel, se me secan, pierden su vida, su gracia, su emoción. Pierdo el principio, no encuentro el fin, las partes no encajan... Es lo mismo que me ocurre con algunas plantas; voy por el campo, por algún paraje especialmente bonito y las encuentro, las veo preciosas, pero cuando me las llevo a otra tierra, a otra maceta, se mueren, como negándose a vivir fuera del sitio natural en el que estaban, donde las encontré. Debe de ser eso lo que me sucede algunas veces con los cuentos nocturnos, no quieren vivir a la luz del día; tendré que conformarme con disfrutarlos una sola vez, la noche en la que, en mi cabeza, en la suave oscuridad, los escribo.

Madrid, Agosto, 2010.

jueves, 2 de septiembre de 2010

Mascotas

Cuando empecé a trabajar en este blog, no me daba cuenta de que crear un blog tiene muchos paralelismos que tener una mascota. Quizá una mascota virtual, como los tamagotchis que se pusieron de moda hace unos años. A estas mascotas había que cuidarlas, alimentarlas, limpiarlas, jugar con ellas... y si no ¡se morían! Virtualmente, claro. Al acabarse este verano, en el que he dedicado a la escritura mucho menos tiempo del que me habría gustado, metí en la maleta, entre otras sensaciones, la de que había tenido a mi mascota bastante abandonada. No es que mi mascota sea maravillosa, no tiene pedigree, es más cercana a un perro mestizo, pero ¡es la mía! Me gusta así, con todos sus defectos. Intentando no caer en las solemnes promesas septembrinas, procuraré mantener a mi mascota más en forma. Y si no, que Santa Tecla, una de las patronas de Internet, me lo demande...
Madrid, septiembre de 2010

jueves, 1 de julio de 2010

Encuentro en la playa

Recuerdo vagamente mis primeros años, en los que predominaban tres colores: verde, marrón y azul. El verde nos envolvía, el marrón nos sujetaba, el azul (desde el más intenso hasta el que se fundía con el negro) nos cubría por encima. Pensábamos que todo el mundo debería ser así, no podíamos imaginar nada distinto a lo que teníamos. No sabía lo que era un ser humano (ojalá nunca lo hubiera sabido). Conocía al jaguar, al que veía acechar a sus presas a mi alrededor; también al quetzal, y al colibrí, que con sus colores rompían la monotonía de los nuestros. Sentí en muchas ocasiones el abrazo de la serpiente, que me recorría buscando su comida. Siempre silenciosa, siempre fría y suave. El tiempo no parecía existir, más allá del recorrido que el sol hacía sobre nuestras cabezas, o de la lluvia que nos refrescaba y luego se marchaba, empujada por los diferentes vientos.


Pero esa felicidad inmóvil no podía ser eterna.

Fue entonces cuando llegaron los humanos. Eran los seres más ruidosos y raros que habíamos visto hasta entonces, y también los más inútiles por sí mismos. Para cualquier cosa necesitaban valerse de instrumentos y herramientas, no podían hacer nada con solo sus manos. Y nos demostraron todo lo que podían hacer. Llegaron matando a todo animal que se les cruzaba, solo por el placer de hacerlo. Después, nos cortaron con sus hachas, nos tumbaron en el suelo, arruinando los nidos que albergábamos. Arrancaron nuestras ramas y nos arrastraron, produciéndonos los más intensos dolores que habríamos podido imaginar, desconociendo todavía que lo que nos esperaba era aún peor.

Ya fuera de mi mundo vegetal, me trabajaron hasta convertirme en una pieza alargada, cuadrada, y me trasladaron hasta la ciudad, cargado en un carro junto a muchos otros hermanos, de mi especie y de otras, a los que habían hecho lo mismo que a mí. No puede ver nada, pues entramos de noche y fuimos depositados en un oscuro almacén, desde el que solo oíamos las voces de los hombres y el ruido de los carros. También el restallar del látigo, del que después supe que caía lo mismo sobre personas que sobre animales.

Un tiempo después fui sacado de allí, y pasé a formar parte de una casa de esa ciudad, de la que no conocía el nombre. Mi cuerpo sustentaba uno de los accesos, por donde pasaban las mercancías que servían de alimento a los dueños. Estaba en contacto con la calle, pero de poco me servía, todavía no sabía que algunos de los ruidos que emitían estos humanos eran un lenguaje, con el que se comunicaban como hacían los animales de la selva en la que había vivido.

Allí pasé bastante tiempo, no podría decir cuánto. El tiempo, para mí, no tiene ya valor ni utilidad, si es que alguna vez la tuvo. Aprendí a entender el lenguaje de los hombres, y empecé a enterarme de lo que es la vida de una ciudad, aunque sea vista desde donde yo estaba. Desde mi posición, me fui dando cuenta de que no todos los que pasaban junto a mí eran iguales, ni hablaban la misma lengua. Los mejor vestidos, los más blancos de piel, hablaban una lengua dura, como los propios latigazos que daban a los otros, mientras que los de piel oscura, con ropas más viejas y rotas, hablaban lenguas que no llegué a comprender, pero que me resultaban mucho más suaves, más cercanas, que me recordaban los sonidos de mi lugar de origen.

Un temblor de tierra provocó una gran grieta en la pared de la que yo formaba parte. Los dueños de la casa la derribaron, y al rehacerla mi lugar fue ocupado por una ostentosa puerta de hierro. Yo quedé arrinconado, y varias veces estuve a punto de acabar en el fuego. Solo mi gran tamaño de entonces me salvó, mi destino no era ése todavía.

Un día, el hijo más joven de los dueños recorría el patio de la casa y se me quedó mirando. Se fue y volvió al poco rato con un par de criados, que me levantaron y me limpiaron. Debí de gustarle, y me dejó apartado. Dos días después, llegó un carpintero, al que el dueño dio las instrucciones necesarias, por las que yo pasé a formar parte de la chimenea del salón central de la casa. ¡Qué cambio de vida! Pasé a participar, desde mi nueva ubicación, en todos los momentos importantes de la familia y de sus amigos, que eran muy numerosos por lo que pude ver. Me gustaba sobre todo la compañía de la niña pequeña de la casa, que pasaba muchos ratos del invierno junto a mí. Fiestas, bailes, cenas... Todo lo importante sucedía en el salón. Muy especial fue la fiesta en la que los dueños celebraron lo que ellos llamaban el cambio de siglo. “¡Feliz mil ochocientos!”, repetían continuamente, mientras brindaban y se besaban unos a otros.

Pero no todo fue fiesta en el salón. También se empezó a hablar mucho de cambio; palabras como “revolución”, “independencia”, “lucha”, “campesinos”, “justicia” sonaron cada vez con más fuerza, y la familia se enzarzaba en fuertes discusiones, padres contra hijos, hermanos contra hermanos. No quiero extenderme en mi historia. Las disputas en la casa solo reflejaban lo que pasaba en la calle, y que acabó de forma violenta. La casa fue asaltada, expoliada, arrasada. Yo volví a ser arrancado, y acabé formando parte de un barco. Tras un tiempo de navegación, el barco no pudo resistir una gran tormenta, que lo desarboló y acabó con él. Desmembrado, los distintos elementos del mismo fuimos dispersados por las corrientes, permaneciendo en la superficie del mar durante un tiempo que sigo sin saber contar.

Y ahora estoy en tus manos, arrojado a la orilla de esta playa, nuevamente en un lugar que desconozco. Viéndome, es imposible saber lo que fui, lo que vi, donde estuve, pues no soy ni sombra de lo que llegué a ser en la selva, con mis hermanos; ni siquiera lo que fui durante los años que estuve en manos de los hombres. Solo lo que sufrí puede apreciarse, viendo mis heridas, los rastros que me dejaron las diferentes herramientas, los efectos que en mi cuerpo ha ido dejando mi larga deriva en el mar. Quizá acabe mis días en una hoguera de playa, siendo luz y calor, lo cual no estará tan mal, pues será como volver a mi origen, a la luz y calor que me rodearon.


Madrid, julio de 2010


jueves, 17 de junio de 2010

La Esquina (diario)

1-1-10. ¡Qué frío! ¡Vaya forma de empezar el año! Tengo los bloques más helados que si fueran de mármol. ¡Pero qué tonta soy, cómo voy a estar, si soy de granito! Es lo que tiene el ser la esquina de una casa. Pero cuidado, no soy una esquina cualquiera. Soy la esquina de Alcalá con la Puerta del Sol, en pleno centro de esta ciudad y de este país, para lo bueno y para lo malo. Junto al oso (o la osa, que no se ponen de acuerdo) y bajo la botella del cartel de Tío Pepe. Tengo hasta un cartelito de esos que dicen “aquí vivió tal y cual...” Y por si fuera poco el frío, llevo dos noches sin pegar ojo. No es que el barrio sea precisamente silencioso, pero es que entre el ensayo y la Nochevieja, le dan a una las tantas, con todo esto lleno de gente que grita, tira vasos, deja un rastro de basura... ¡si hasta me mearon encima, los guarros...! Bueno, a ver si me da un poquito el sol, y empiezo a entrar en calor...

3-1-10. ¡Vaya diferencia, de un día a otro! Después del follón de las noches pasadas, llevo un par de días de un tranquilo... Se ve que la gente está de resaca, y además sigue haciendo frío. Por mí, que siga así un tiempecito.
Ayer, como no había gente, puede charlar un rato largo con la esquina de Preciados, aunque no es precisamente mi mejor amiga. Es muy presumida, “que si hoy soy de hierro, que si mañana toda de cristal, que si tengo un escaparate nuevo...”, en fin, siempre tirándose el rollo. Nosotras, las esquinas de siempre, las de granito, nunca hemos querido seguir esas modas, que además te dejan el cuerpo hecho polvo, con tanto quita y pon. Para mí, donde esté un comercio fijo, de ésos que pasan de padres a hijos, que se quiten esas cadenas que van y vienen, esos negocios de un día. Una esquina amiga mía, de la calle Atocha, se durmió siendo una librería y cuando se despertó era un sex-shop. ¡Dios mío, que vergüenza pasó!

4-1-10. Después del fin de semana y la resaca, todo ha vuelto a ser normal. Claro que aquí lo normal es el frío, la gente, los que compran oro, los que persiguen bolsos ajenos... y luego los de siempre. Juliana, la de las chuches; Teodoro, que vive en y de los cartones, “técnico de reciclado”, dice él que es; Ernesto, el hombre anuncio, que cambió el sol del malecón por la Puerta del Sol... Buena gente, a la que la vida le ha dado muchos mordiscos y muy pocas caricias.

6-1-10. ¡Otro año más sin ver la cabalgata! Desde que pusieron la plaza patas arriba, el alcalde se llevó a los reyes magos. Y a nosotros, los que estamos siempre aquí, nos castiga año tras año sin ver las luces, las carrozas, los abuelos pegándose por un caramelo, los niños saludando a su rey... Ganas me dan de arrancarme de aquí y bajar a Cibeles, con mi amiga la ricachona, la del Banco de España. Este alcalde, cualquier día se lleva hasta las campanadas, con tal de hacerse notar.

8-1-10. ¡Las rebajas! Todo vuelve a empezar, o a repetirse... Las mismas carreras, los mismos reclamos, las mismas protestas... Mientras los de siempre siguen donde siempre. Menos Teodoro, que hace unos días que no aparece por aquí. Juliana empieza a estar preocupada, dice que no suele pasar tanto tiempo sin aparecer. Solo en una ocasión estuvo fuera un mes. Después volvió y contó que había estado con su familia, en un pueblo de Asturias (esto sorprendió mucho, nadie imaginaba que pudiera tener familia), pero que no podía con ellos, prefería vivir las inclemencias y riesgos de la calle antes que aguantarles. Juliana decía esta mañana que ojalá no le hubiera pasado nada, que estaba oyendo muchas noticias de ataques a mendigos ¿Qué pensarán esos... esos...? No tengo ni palabras para definirlos... ¿Qué pensarán, qué sentirán cuando pegan fuego a los cartones donde hay una persona durmiendo?

18-1-10. ¡Ha aparecido Teodoro! Juliana ya no sabía a quién preguntar, yo la veía muy angustiada, posiblemente se temía lo peor… Pero no, esta mañana apareció, y casi no le conocíamos. Se había afeitado, se había duchado, tenía ropa nueva… Ante la insistencia de Juliana, le ha contado el motivo de su ausencia. Resulta que tenía otro hermano en Madrid, con el que tampoco se hablaba. Hace poco se encontraron, hablaron y consiguieron reconciliarse. El hermano le ha convencido de que deje la calle, sin que tenga que "aguantar a la familia". Al parecer, Teodoro era un buen ebanista, sabía el oficio “como los de antes”, y va a volver a trabajar. Ha prometido a Juliana que vendrá a verla de vez en cuando, y que la invitará a su casa, cuando se instale.

5-2-10. Malas noticias. No podrían ser peores, al menos para mí. He oído que el alcalde, el faraón Gallardón (así le llama Ernesto, con la gran sonoridad de su acento cubano) piensa derribar este edificio. Al parecer, y después de lo que se ha gastado en Cibeles, quiere edificar aquí una “extensión del Ayuntamiento funcional y que mire al futuro, para estar más cerca de los ciudadanos” (para tocar las narices a Aguirre, la presidenta de la Comunidad Autónoma, dicen los que pasan por aquí comentándolo y señalándome). Mis días están contados. Adiós, bolita de las uvas. Adiós Juliana, adiós, Ernesto, adiós, Teodoro.

El País, 14 de febrero de 2010. Madrid.“Al final, a pesar de la crisis, el Ayuntamiento ha empezado a demoler el edificio que hacía esquina entre Alcalá y la Puerta del Sol, para hacer una nueva sede complementaria de la que ya hay en Cibeles. Una niña, que pasaba por el cercano edificio de Presidencia durante el proceso de derribo, dijo a su madre “mamá, mira, esta casa está llorando…” Parece que, con motivo de estas obras de demolición, se han producido algunas grietas en el edificio en el que está el reloj de Nochevieja, y las vibraciones produjeron, además, alguna rotura en las viejas cañerías, lo que provocó manchas de humedad en la fachada. La presidenta, con un evidente enfado, ha declarado que…”


Madrid, 14 de junio de 2010

martes, 8 de junio de 2010

Abel Zorongo

Abel Zorongo. Un hombre cabal. Tu familia y tus amigos siempre te llevaremos en el corazón. La Asociación de Maquetistas que tú fundaste también se siente huérfana. No te olvidaremos nunca”.

La lectura de esquelas es más habitual de lo que muchos podrían pensar. Abel la practicaba como un ritual diario, sobre todo desde que se había jubilado. Llegaba al bar y tenía ya su mesa y su café preparados, junto al periódico del día, que el camarero ya le reservaba. Esquelas, nacional, internacional, deportes… Pero esta esquela le había dejado pasmado. Hablaba de él. Es más, le hablaba a él: “Siempre te llevaremos en el corazón, no te olvidaremos…”. Él era Abel Zorongo, él había creado una asociación dedicada “…al fomento de los valores históricos y culturales de la construcción de maquetas…” como decía el 1º artículo de los estatutos que él había redactado, él tenía familia y amigos, y él estaba allí, con su café ya algo frío, con una esquela que le hablaba, con su esquela.

Se levantó de la mesa sin tocar el café y salió a la calle sin darse cuenta ni siquiera de pagar. El camarero no le vio marchar, atento a la ruidosa tarea de fregar platos y tazas de 1ª hora de la mañana.

Se encaminó hacia su casa, para llamar a su mujer y contarle lo que había visto, para pensar con ella en quién podría haber sido el gracioso gilipollas que había encargado la esquelita. Por el camino se iba haciendo mil preguntas, que otras veces ya se había planteado, pero nunca tan nítidamente. Si una persona está muerta, ¿por qué las esquelas se dirigen a ella? ¿Pensarán que el muerto va a comprar ese periódico, para leer lo que dicen de él? ¿Leerán los difuntos el periódico? Y su esquela, ¿cómo estaba allí?

¡Martínez! Claro, tenía que haber sido Martínez, no había otro tan payaso como él, con sus bromas continuas, y muchas veces pesadas. Como cuando cambió el pegamento de las maquetas por uno súper-rápido, y varios socios acabaron en el hospital con los dedos pegados, y el tío todavía se tiraba al suelo de risa en la sala de urgencias.

Martínez era un amigo y una persona algo peculiar, por decirlo educadamente. Era médico forense, “nunca me ha denunciado ningún paciente, ni se ha quejado por mis prácticas”, decía a menudo, y a menudo se le plantaba en casa, y empezaba a darles carrete a él y a su mujer. Su Julia. Su Julia, que estaba un poco rara desde que él se había jubilado; le estaba costando a ella más trabajo que a él adaptarse a la jubilación, eso de quedarse él en casa mientras ella se iba a trabajar… Claro, ella tenía 10 años menos, y esta situación era inevitable; pero la cosa es que Julia estaba rara, como huidiza, parecía que le miraba de forma extraña. Martínez la ponía nerviosa, con sus tonterías y chistecitos, su humor negro, comparando las maquetas con cadáveres, “si es igual”, decía, “poner piezas, quitar piezas, qué más da…”, sus bromas sobre la jubilación de Abel, sobre sus años…

Llegó a su portal y vio que había algo de jaleo. El portero que entraba de prisa, una ambulancia en la puerta, con las luces todavía funcionando… Entró en el ascensor para subir a su casa, pero los botones no respondían. "Otra vez averiado, menos mal que son solo tres pisos". Empezó a subir por la escalera, y al llegar al 2º piso vio y oyó el motivo del follón. Un vecino al que no conocía había tenido un accidente, la vecina hablaba con el portero y le explicaba que el marido había resbalado en la ducha, rompiéndose una pierna, y ella no podía ni moverlo, había tenido que llamar al Samur… Abel siguió subiendo, buscando ya las llaves de su casa. Pero no le hicieron falta. La puerta estaba abierta. Abel se asustó. Julia debía estar trabajando, él creía haber cerrado la puerta al salir. Empujó despacio, sin saber bien qué hacer. No se oían golpes, ni sonidos bruscos. Entró en el recibidor y le pareció oír la voz de Julia. Hablaba con alguien, con tono de preocupación. Abel avanzó despacio, lleno de dudas. Cuando Julia dejó de hablar, oyó otra voz. Debía estar equivocado, le pareció la voz de Martínez. Llegó a un punto del pasillo en el que podía oír la conversación. Se paró. Si, ahora era Martínez el que hablaba. “Tranquila, Julia, ya ha pasado lo peor. Están a punto de llegar los servicios funerarios. Recuerda, tienes que decir a todos que ayer por la tarde lo encontraste inmóvil, llamaste al médico y solo pudo certificar un infarto. Las pastillas que te conseguí no dejan huella. También me llamaste a mí, que para eso soy médico, y soy vuestro amigo más cercano. Después podremos, por fin, estar juntos sin su sombra, tan pesada desde que se jubiló. ¿Te imaginas la cara de Abel, si leyera la esquela que encargué?"

jueves, 29 de abril de 2010

NO COMPRES CÁMARAS DE OCASIÓN

Samuel, el dueño de la tienda de fotos, hacía tiempo que había cumplido los 60. Delgado y pequeño, llevaba toda la vida dedicado a la fotografía. Le gustaba decir, con unas gotas de humor y nostalgia, que durante muchos años había trabajado para la BBC (bodas, banquetes y comuniones). Cuando el ir y venir -aparatos al hombro- se le hizo demasiado duro, puso una tienda de fotografía y revelado. La era digital casi lo barre del mercado, pero había conseguido sobrevivir tocando todos los palos posibles: revelado digital, compra-venta de material de ocasión, complementos, ofertas… No le gustaban las nuevas cámaras digitales compactas, aunque las tuviera en venta, y no solo por la pérdida de negocio. Hacían fotos planas, sin vida. En fin, adaptarse o morir. O te revelas, con uve, o te velas, decía él.

Sonó la campanilla de la puerta y entró un cliente. Joven, alto, tímido (barbilla huidiza, ojos que no se posaban, barba y bigote indecisos), quebradizamente delgado. Antes de que Samuel tuviera tiempo de saludarlo, el joven empezó a hablar.
- Hola. ¿Se acuerda de mí? Compré una cámara de fotos hace quince días
- Si, claro. ¿Qué tal le va? ¿Ha probado ya la máquina? Le dije que, por ese precio, no podría encontrar nada mejor en aparatos de ocasión.
- Si, pero es que, las fotos…
- Hombre, no pretenderá que vaya como una cámara nueva, usted sabe que la tecnología cambia cada día, y con ella los precios…
- No, si la he probado, tiene buen manejo, el enfoque es muy cómodo, no pesa, pero… quiero devolverla, cambiarla por otra. No funciona, tiene algún defecto importante…

Samuel notó que el cliente estaba nervioso. No entendía por qué, pensó que a lo mejor se había arrepentido de la compra y no sabía cómo decirlo, pero no le hacía mucha gracia la excusa.

- ¿Defecto? ¿Qué defecto? Es una cámara de ocasión, pero funcionaba perfectamente, yo no vendo aparatos estropeados, me está usted ofendiendo un poquito, joven, perdone que le diga…

El joven sacó de su mochila una carpeta con fotos en papel normal, que debía de haber sacado de una impresora casera (otro desastre, impuesto por los avances, pensaba Samuel).

- Mire, mire qué fotos hace y verá que no va nada bien…

El viejo fotógrafo hojeó el material que le daba el chico. En una fotografía había una señora mayor, sonriente, sentada en un sillón. En otras estaba el chico: una con un perro, otra en una playa, una más con una chica de ojos brillantes y nariz respingona… fotos normales, de gente normal. Las fotos tenían buen color, estaban perfectamente enfocadas, el encuadre era adecuado (eso no era cuestión de la cámara, pero su deformación profesional siempre le hacía fijarse en ello).

- Oiga, joven, si quiere devolver la cámara lo hablamos, pero sabe que estos productos no se suelen devolver si están bien, y estas fotos están perfectas.
- ¿Cómo perfectas? ¿Pero no ve usted que están todas mal?

El viejo se dio cuenta de que el cliente se estaba poniendo más nervioso, y no acababa de entender si de alguna manera le estaba provocando, pero no veía dónde estaba el problema. Bastante alterado, el chico empezó a hablar, casi atropellándose.
- ¿Qué ve en esta foto?
- Está usted con un perro blanco…
- Era Turco, y enfermó hace seis meses. Ahora tengo un cocker negro. ¿Y en ésta?
- Veo a una chica muy guapa, que le mira con ojos tiernos…
- Era mi novia. Ya no salimos, lo dejamos al acabar el verano, hace dos meses.
- ¿Y en ésta otra?
- Una señora mayor, con cara simpática…
- Pues es mi madre, y murió hace dos años, y la foto la hice de prueba, a la habitación, ése es el sillón donde ella se sentaba... ¿Es que no se da cuenta? Yo no puedo haber hecho esas fotos…

Al chico se le rompió la voz, casi gritaba, estaba a punto de llorar. El fotógrafo empezó a entender.
- ¡Hijo mío (perdona que te llame hijo), creo que ahora estoy empezando a ver lo que te ha pasado! Te lo intentaré explicar. Esto es algo raro, pero que a veces sucede. La tecnología nos ha acostumbrado a creer que las cosas son como las vemos, y nada más. Sin embargo, todos podemos experimentar que detrás del mundo aparente, del que creemos ver, hay otro, que no vemos pero que a veces es más real. Esta cámara no está rota, es solo que, al ser antigua, en ocasiones hace fotos de cosas que existen detrás de las que vemos, cosas que pasaron, a veces en momentos de gran felicidad para nosotros. Digamos que la cámara ve lo que vemos y, a la vez, ve lo que nos gustaría ver, y nos puede mostrar una imagen u otra… ¿No es cierto que te acuerdas de tu madre, de tu perro blanco, de tu novia? No debería habértela vendido, al menos sin avisarte de que esto podía ocurrir. Te la cambiaré, elige otra, o si quieres te devuelvo tu dinero...

La cara del chico había ido cambiando mientras Samuel le iba dando la explicación; ahora estaba relajado, sonriendo, con los ojos algo brillantes.
- ¿Deshacerme de esta cámara? ¡Qué dice! Es la mejor cámara que nunca podré tener…

Madrid, 3 de noviembre de 2009

CONTACTOS

Vamos juntos en metro, cada mañana, hasta Ciudad Universitaria. Tus ojos son mi luz. No quiero vivir a oscuras”. La sección de “contactos” que El País publica los viernes en “EP3” es un rincón en el que en ocasiones aparecen micro-poemas de amor que me gusta seguir cada viernes. Éste me había llamado la atención, pues se había repetido varios viernes, desde hacía algunas semanas. Pero no suele haber respuesta pública, por lo que este otro anuncio me sorprendió. “Quien está a oscuras busca la luz. Los marineros, en la tormenta, se guían por la luz del faro. Jueves, a partir de las 7”. Parecía evidente, debía ser una respuesta con cita incluida. En Malasaña hay un pub que se llama “Un faro en la tormenta”, nombre puesto -supongo- con la intención de guiar a los bebedores impenitentes, y que yo frecuentaba hace unos años. No tenía nada mejor que hacer por las tardes, y mi ociosidad decidió parar por allí algunos ratos, por ver qué pasaba. Así que algunas tardes empecé a dejarme caer por el pub; me sentaba en una mesa algo apartada, pero con visión sobre la sala, y me pedía un gin-tónic. Todo ello, más por dejar correr la tarde que por pensar que pasaría algo. Sin embargo, cinco tardes y siete gin-tónic después, se produjo lo que podría ser la esperada “conjunción astral”. Entró un chico al que ya había visto otras veces. Llegaba a la barra, pedía una cerveza, fijaba los ojos en la puerta... y se iba media hora después, dejando un vaso lleno de cerveza caliente. Esta quinta tarde era plomiza, yo tomaba sorbos de mi gin-tónic, el chico miraba a la puerta a la vez que hacía girar el vaso de cerveza.

De repente, el sol venció a las nubes, irrumpió en el pub a través del ventanal, y a la vez se abrió la puerta. Entró una chica delgada, morena. Tenía un bastón blanco en la mano. Sin dudar, se acercó a la barra, se colocó junto al chico y le dijo “¿Quieres ser mi luz?”. Él no daba crédito, y yo, que no me perdía detalle, tampoco. El chico preguntó “¿Cómo sabes quién soy?”. Ella, con una sonrisa pícara que iluminó aún más el local, le respondió “yo no veo, pero mi amiga, que me ha traído hasta la puerta, si”. Empezaron a hablar, y me pareció como si toda la sala se oscureciera, quedando una única luz que les iluminaba a ellos dos. Me levanté y me fui, sin pagar mi copa, y ahora me da vergüenza volver.

miércoles, 17 de marzo de 2010

48 horas

Han pasado diez años desde aquella noche en la que me acompañó El Quijote en mi insomnio. Diez años que me han parecido cien, diez años que he ido contando día a día, noche a noche, esperando y temiendo cada jornada de trabajo, cada ocasión para recibir tus desprecios. Tres mil seiscientos cincuenta días dedicados a huir de ti más que a hacer mi trabajo, a preocuparme por lo que me dirías más que a atender a las clientas que han pasado por la planta. Hoy, desde que me desperté, desde antes de levantarme, sabía que iba a tener un mal día. Ha sido a las 6 de la mañana, 45 minutos antes de la hora habitual, y ya no me he dormido, aunque me he quedado en la cama, inmóvil, por si podía volver a dormirme. Dos días para cumplir 67 años, 48 horas para jubilarme. Bien nos jodió la crisis, siempre las pagamos los mismos.

Por fin me he levantado, y me he metido en el baño. No me he resbalado en la bañera, no me he dado con el pico del lavabo en la cadera. Menos mal. Afeitándome, la cuchilla me ha provocado una pequeña, recta línea de sangre. Nada que no pueda solucionar un trocito de papel higiénico. Me he vestido, como siempre después del afeitado. Camisa color crema, corbata y pantalón oscuro. Siempre he dicho que hay que dar buena imagen, hasta el final.

En el desayuno, una salpicadura del bollo en el café me ha dejado una minúscula mancha circular en la camisa. Mi mujer habría dicho algo sobre mi mala costumbre de desayunar arreglado, pero ya no está aquí, hace tiempo que cogió otro rumbo. Me iba a cambiar, pero la radio ha dicho que hay huelga de metro. Habrá follón en las calles, mejor será salir pronto. No he llegado tarde en 50 años, no me habría gustado haberlo hecho a dos días de la jubilación.

El coche del vecino, en el garaje, pegado, como siempre. 30 años y no sabe aparcar. Y cuidado, que el mínimo roce es una bronca segura. “Algunos viejos ya no saben conducir, no sé cómo no les retiran el carné”, dice el gilipollas. Seis maniobras, y fuera. Sudando, pero sin roces.

En la planta, los compañeros llevan la cuenta de los días tanto como yo, no sé si será aprecio o es que tienen ganas de perderme de vista; en cualquier caso, sus comentarios han sido amables. “¡joder, Ibáñez, quién lo diría, te jubilas pasado mañana y pareces un chaval!”, “Manuel, ¿te acuerdas de la mili?, ¡No me queda ni pa regalar!”

Después, lo normal, ver pasar el tiempo, ver pasar los primeros clientes, escasos y huidizos, con su cara de no tener un duro en el bolsillo, o un euro, que ya valen lo mismo. Pocas ventas, mucho tiempo para darle a la cabeza.

Todo bien hasta que has llegado tú. Llevo 14 años aguantándote como jefe, sufriendo tus desprecios, tus miradas, tus humillaciones públicas, que se han ido incrementando con el paso del tiempo. Eres el único que no ha tenido una palabra amable, aunque fuera falsa; el único imbécil empeñado en fijarse solo en mis defectos. Y ante todos, como un pavo real, te has reído de mí, te has burlado del pequeño trozo de papel que he olvidado quitarme de la cara. Nadie había dicho nada todavía, puede pasarle a cualquiera, pero para ti ha sido un regalo. No sé por qué has tenido que hacerlo, niñato. Y luego, el remate, la camisa. Solo tú lo has visto, solo tú me has insultado, “viejo descuidado, ¿te tiemblan las manos con el café?”.

¿Y ahora pones esos ojos de extrañeza? Realmente, si que debería haberte extrañado que te haya pedido ayuda en el almacén, yo que no te he pedido nada en los 14 años que llevas siendo mi jefe, 14 años que llevas buscándome las vueltas. ¿No te ha parecido raro, con lo listo que tú eres? Pero no debería sorprenderte que se me haya caído sin querer una caja en tu repeinada cabeza, o que luego, cuando creías que iba a ayudarte o a disculparme, y estabas empezando a insultarme por mi torpeza, te haya sacudido con una la llave inglesa que alguien había olvidado en el almacén. Niñato, imbécil.

Madrid, febrero de 2010

lunes, 15 de febrero de 2010

Manuel

Se levantó de la cama y se fue al comedor a leer, visto que el sueño le había abandonado por esta noche. Agarró El Quijote, al que se había enganchado, a estas alturas de vida, casi sin querer, por haber caído en sus manos la edición del cuarto centenario, manejable y fácil de seguir.
"La del alba sería cuando Don Quijote salió de la venta, tan contento, tan gallardo, tan alborozado por verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo".
Él si que iba a reventar, el jefe se había empeñado en no dejarle en paz, todo el día sentía su aliento en el cogote, como si se hubiera empotrado en su chepa. Llevaba así una semana, desde que llegaron los últimos informes, en los que Manuel se había quedado el último en ventas, incluso por detrás de Rodríguez y su asqueroso mal aliento continuo. ¿Cómo podía vender nada ese tío, si apestaba a tres metros?
"Mas viniéndole a la memoria los consejos del ventero acerca de las prevenciones tan necesarias que había de llevar consigo, en especial la de los dineros y camisas, determinó volver a su casa".
Se sentía acorralado, tenía 58 años, y por lo que veía habían quedado atrás definitivamente las épocas en las que él arrasaba y toda la planta le rodeaba, “¿cómo lo hace usted, Ibáñez? ¡Qué mano tiene para las clientas, Ibáñez! ¡Se las lleva todas, no se le escapa una, Ibáñez!, ¿puedo llamarle por su nombre, don Manuel?”. Tenía un repertorio de frases infalible, y que solo el funcionaba a él, para convencer a las clientas, incluso a las más duras, a las que solo venían a dar una vuelta, a echar el rato, a no pasar frío en la calle, también ésas caían, a veces incluso antes que las otras, las que venían señalando los zapatos de la estantería.
"Determinó volver a su casa y acomodarse de todo, y de un escudero, haciendo cuenta de recibir a un labrador vecino suyo, que era pobre y con hijos, pero muy a propósito para el oficio escuderil de la caballería. Con este pensamiento guió a Rocinante hacia su aldea",
¿Y dónde podría ir él ahora, con sus años y sus frases gastadas? Lo que había sido secreto repertorio de éxito, que los demás intentaban memorizar y reproducir sin su letal eficacia comercial, se había ido convirtiendo primero en chascarrillo de dependiente adocenado, para ser al final motivo de comentario, incluso de burla a sus espaldas. Es cierto, no había sabido acomodarse a los cambios de los tiempos, a los nuevos gustos de las clientas, que ya no querían al dependiente pegajoso y adulador, al que pillaban la mentira y la falsedad a la segunda palabra, a la tercera sonrisa. El exceso de éxito no le había permitido ver el suave desplazamiento de la realidad, que se había ido moviendo como se mueven las agujas del reloj, lentas, imperceptibles, pero inexorables. Se había ido quedando atrás, viviendo de las rentas, hasta que empezaron a darle toques. Sobre todo con el cambio de jefe, cuando se jubiló Don Miguel y vino el niñato, con sus trajes brillantes y sus cursos de márketing.
"Con este pensamiento guió a Rocinante hacia su aldea, el cual casi conociendo la querencia, con tanta gana comenzó a caminar, que parecía que no ponía los pies en el suelo".
Y encima, los rollos agoreros de que iban a retrasar la edad de jubilación, ahora que a él cada día se le hacía un año. El niñato no tenía consideración a su experiencia, a su prestigio ante los compañeros, a sus canas (teñidas, pero ahí estaban...). Le había dado por perseguirle, haciéndose altavoz de sus errores, corrigiéndole incluso delante de sus clientas de toda la vida; en esos momentos le estrangularía directamente, a la vista de todos, sin remordimiento.
"Gracias doy al cielo por la merced que me hace, pues tan presto me pone ocasiones delante, donde yo pueda cumplir con lo que debo a mi profesión, y donde pueda coger el fruto de mis buenos deseos".
Tenía que buscar alguna solución, alguna alternativa para remontar, para sobrevivir el tiempo necesario. Había intentado hacer los que otros antes hicieron con él, imitar a los más jóvenes, pero había resultado cómico, casi esperpéntico a veces, no era su estilo. Había intentado levantar clientas a otros, y había tenido ya alguna bronca.
"Y vio un muchacho desnudo de medio cuerpo arriba, de edad de quince años, que era el que las voces daba, porque le estaba dando muchos azotes un labrador, y cada azote le acompañaba con una reprensión y consejo".
Consejos necesitaba él, pero de quién, si se había ido quedando solo, en gran medida por rechazar a los demás, y otras veces por el creciente mal humor que siempre le acompañaba. Ya empezaba a amanecer, otro día más, a ver el careto del niñato, a rezar por algún pequeño accidente que le supusiera una baja, a desesperarse, a seguir adelante.

"Y entre tanto que pugnaba por levantarse y no podía, estaba diciendo: non fuyáis, gente cobarde, gente cautiva, atended que no por culpa mía, sino de mi caballo, estoy aquí tendido".

jueves, 21 de enero de 2010

La monotonía de la pasión

Han pasado dos años. En esta larga noche vuelvo a leer la carta de mi amiga Amanda: “No te confundas, la pasión también acaba siendo monótona, siempre lo acaba siendo, ya que siempre tiene las mismas formas, el mismo lenguaje. Puedo cambiar de sitio para hacer el amor, puedo cambiar de amante cada día, pero se acaba volviendo a repetir lo mismo, los mismos actos, los mismos ciclos, todos los cuerpos son el mismo cuerpo…”. Amanda me estaba contando algo que entonces me dejó tremendamente turbado. Yo la tenía por una mujer única, salvaje, por encima de toda norma social. Sus escándalos en lo relativo a conducta sexual estaban en boca de todos, le habían costado más de un disgusto. Éramos muy diferentes, yo con mi tranquila vida en el campo, ella con su alocado ritmo de vida. ¡Si mi madre supiera como era esa chica tan rara que de vez en cuando venía a vernos, se moría del susto! Sin embargo, somos buenos amigos. Entonces, todavía yo pensaba que ella disfrutaba intensamente de todo lo que hacía, como yo disfrutaba de mi vida, mis silencios, mis papeles. Sus palabras habían quedado grabadas a fuego en mi cerebro, ya que la tenía en gran consideración, y me acababa de trasladar un mensaje de frustración vital, de vacío existencial, que ella escondía bajo una gruesa capa de excesos.

El insomnio, motivado por mi bloqueo en el trabajo con mi última novela, ha traído a mi cabeza la forma en que nos habíamos conocido. Yo estaba pasando unos días en París, y me invitaron a una tertulia en la que se reunían escritores, políticos, intelectuales, pensadores... Allí vi a un tipo raro, rodeado por muchos otros hombres que le observaban y oían con un aire extraño. Me acerqué y se me quedó mirando (al fin y al cabo, no soy feo, como podéis ver). Se levantó, se acercó a mí, y entonces vi que era una mujer vestida totalmente como si fuera un hombre. Me debí de sorprender más de lo que yo mismo hubiera querido, y mi cara de sorpresa le provocó enormes carcajadas, lo que hizo que todo el salón nos mirara y yo me pusiera colorado. Sin embargo, nos hicimos amigos, a pesar de la diferencia de edad, pues ella es bastante mayor que yo, (a veces, incluso he pensado que solo mantiene mi amistad por lo que le gusta provocarme y escandalizarme). Empezamos a escribirnos, y a vernos cada vez que yo iba a París, o ella se acercaba hasta mi pueblecito. Su pasión por ser diferente, por probarlo todo, por saltarse todas las reglas, dan una imagen de ella muy distinta a la que yo he ido conociendo a través de nuestras cartas y conversaciones.

De repente, su recuerdo me ha traído una imagen, un desdoblamiento: veo a mis personajes, Rodolfo y Emma, y veo a Amanda, mujer y hombre a la vez, provocación para toda nuestra sociedad bajo dos sexos. En ese momento, imagino que Amanda, bajo figura masculina, es Rodolfo, el amante de Emma, la cual es a su vez la propia Amanda, como mujer. Emma -que presume de hacer lo que quiere, que humilla a su marido dejándose ver con otros amantes- sigue reclamando las atenciones de Rodolfo, que se ha hastiado de su relación con Emma. Ella habla de sentimientos, él solo oye palabras. Oigo resonar en mi cabeza las palabras de mi amiga, palabras que a la vez generan los pensamientos de Rodolfo. Creo que ahora lo entiendo. Rodolfo, mi personaje, busca continuamente nuevas experiencias, nuevas mujeres, aunque para él, que persigue insaciable el encanto de la novedad, ésta siempre se acaba agotando, cayendo poco a poco como un vestido, siempre acaba dejando al desnudo la eterna monotonía de la pasión, y esta pasión tiene siempre las mismas formas y el mismo lenguaje. Rodolfo ha oído súplicas y amenazas similares en otros labios, en otras mujeres, en otros burdeles, en las camas de otros maridos ausentes. Todo le suena igual, no encuentra diferencia. Todo empieza bien, todo acaba mal, todo ha de volver a empezar. Emma, como Amanda, ha pretendido burlarse de todo y de todos para terminar sufriendo ella misma las duras consecuencias de su burla.

Madrid, diciembre de 2009. Escrito para el taller de relato.