martes, 8 de junio de 2010

Abel Zorongo

Abel Zorongo. Un hombre cabal. Tu familia y tus amigos siempre te llevaremos en el corazón. La Asociación de Maquetistas que tú fundaste también se siente huérfana. No te olvidaremos nunca”.

La lectura de esquelas es más habitual de lo que muchos podrían pensar. Abel la practicaba como un ritual diario, sobre todo desde que se había jubilado. Llegaba al bar y tenía ya su mesa y su café preparados, junto al periódico del día, que el camarero ya le reservaba. Esquelas, nacional, internacional, deportes… Pero esta esquela le había dejado pasmado. Hablaba de él. Es más, le hablaba a él: “Siempre te llevaremos en el corazón, no te olvidaremos…”. Él era Abel Zorongo, él había creado una asociación dedicada “…al fomento de los valores históricos y culturales de la construcción de maquetas…” como decía el 1º artículo de los estatutos que él había redactado, él tenía familia y amigos, y él estaba allí, con su café ya algo frío, con una esquela que le hablaba, con su esquela.

Se levantó de la mesa sin tocar el café y salió a la calle sin darse cuenta ni siquiera de pagar. El camarero no le vio marchar, atento a la ruidosa tarea de fregar platos y tazas de 1ª hora de la mañana.

Se encaminó hacia su casa, para llamar a su mujer y contarle lo que había visto, para pensar con ella en quién podría haber sido el gracioso gilipollas que había encargado la esquelita. Por el camino se iba haciendo mil preguntas, que otras veces ya se había planteado, pero nunca tan nítidamente. Si una persona está muerta, ¿por qué las esquelas se dirigen a ella? ¿Pensarán que el muerto va a comprar ese periódico, para leer lo que dicen de él? ¿Leerán los difuntos el periódico? Y su esquela, ¿cómo estaba allí?

¡Martínez! Claro, tenía que haber sido Martínez, no había otro tan payaso como él, con sus bromas continuas, y muchas veces pesadas. Como cuando cambió el pegamento de las maquetas por uno súper-rápido, y varios socios acabaron en el hospital con los dedos pegados, y el tío todavía se tiraba al suelo de risa en la sala de urgencias.

Martínez era un amigo y una persona algo peculiar, por decirlo educadamente. Era médico forense, “nunca me ha denunciado ningún paciente, ni se ha quejado por mis prácticas”, decía a menudo, y a menudo se le plantaba en casa, y empezaba a darles carrete a él y a su mujer. Su Julia. Su Julia, que estaba un poco rara desde que él se había jubilado; le estaba costando a ella más trabajo que a él adaptarse a la jubilación, eso de quedarse él en casa mientras ella se iba a trabajar… Claro, ella tenía 10 años menos, y esta situación era inevitable; pero la cosa es que Julia estaba rara, como huidiza, parecía que le miraba de forma extraña. Martínez la ponía nerviosa, con sus tonterías y chistecitos, su humor negro, comparando las maquetas con cadáveres, “si es igual”, decía, “poner piezas, quitar piezas, qué más da…”, sus bromas sobre la jubilación de Abel, sobre sus años…

Llegó a su portal y vio que había algo de jaleo. El portero que entraba de prisa, una ambulancia en la puerta, con las luces todavía funcionando… Entró en el ascensor para subir a su casa, pero los botones no respondían. "Otra vez averiado, menos mal que son solo tres pisos". Empezó a subir por la escalera, y al llegar al 2º piso vio y oyó el motivo del follón. Un vecino al que no conocía había tenido un accidente, la vecina hablaba con el portero y le explicaba que el marido había resbalado en la ducha, rompiéndose una pierna, y ella no podía ni moverlo, había tenido que llamar al Samur… Abel siguió subiendo, buscando ya las llaves de su casa. Pero no le hicieron falta. La puerta estaba abierta. Abel se asustó. Julia debía estar trabajando, él creía haber cerrado la puerta al salir. Empujó despacio, sin saber bien qué hacer. No se oían golpes, ni sonidos bruscos. Entró en el recibidor y le pareció oír la voz de Julia. Hablaba con alguien, con tono de preocupación. Abel avanzó despacio, lleno de dudas. Cuando Julia dejó de hablar, oyó otra voz. Debía estar equivocado, le pareció la voz de Martínez. Llegó a un punto del pasillo en el que podía oír la conversación. Se paró. Si, ahora era Martínez el que hablaba. “Tranquila, Julia, ya ha pasado lo peor. Están a punto de llegar los servicios funerarios. Recuerda, tienes que decir a todos que ayer por la tarde lo encontraste inmóvil, llamaste al médico y solo pudo certificar un infarto. Las pastillas que te conseguí no dejan huella. También me llamaste a mí, que para eso soy médico, y soy vuestro amigo más cercano. Después podremos, por fin, estar juntos sin su sombra, tan pesada desde que se jubiló. ¿Te imaginas la cara de Abel, si leyera la esquela que encargué?"