jueves, 29 de abril de 2010

NO COMPRES CÁMARAS DE OCASIÓN

Samuel, el dueño de la tienda de fotos, hacía tiempo que había cumplido los 60. Delgado y pequeño, llevaba toda la vida dedicado a la fotografía. Le gustaba decir, con unas gotas de humor y nostalgia, que durante muchos años había trabajado para la BBC (bodas, banquetes y comuniones). Cuando el ir y venir -aparatos al hombro- se le hizo demasiado duro, puso una tienda de fotografía y revelado. La era digital casi lo barre del mercado, pero había conseguido sobrevivir tocando todos los palos posibles: revelado digital, compra-venta de material de ocasión, complementos, ofertas… No le gustaban las nuevas cámaras digitales compactas, aunque las tuviera en venta, y no solo por la pérdida de negocio. Hacían fotos planas, sin vida. En fin, adaptarse o morir. O te revelas, con uve, o te velas, decía él.

Sonó la campanilla de la puerta y entró un cliente. Joven, alto, tímido (barbilla huidiza, ojos que no se posaban, barba y bigote indecisos), quebradizamente delgado. Antes de que Samuel tuviera tiempo de saludarlo, el joven empezó a hablar.
- Hola. ¿Se acuerda de mí? Compré una cámara de fotos hace quince días
- Si, claro. ¿Qué tal le va? ¿Ha probado ya la máquina? Le dije que, por ese precio, no podría encontrar nada mejor en aparatos de ocasión.
- Si, pero es que, las fotos…
- Hombre, no pretenderá que vaya como una cámara nueva, usted sabe que la tecnología cambia cada día, y con ella los precios…
- No, si la he probado, tiene buen manejo, el enfoque es muy cómodo, no pesa, pero… quiero devolverla, cambiarla por otra. No funciona, tiene algún defecto importante…

Samuel notó que el cliente estaba nervioso. No entendía por qué, pensó que a lo mejor se había arrepentido de la compra y no sabía cómo decirlo, pero no le hacía mucha gracia la excusa.

- ¿Defecto? ¿Qué defecto? Es una cámara de ocasión, pero funcionaba perfectamente, yo no vendo aparatos estropeados, me está usted ofendiendo un poquito, joven, perdone que le diga…

El joven sacó de su mochila una carpeta con fotos en papel normal, que debía de haber sacado de una impresora casera (otro desastre, impuesto por los avances, pensaba Samuel).

- Mire, mire qué fotos hace y verá que no va nada bien…

El viejo fotógrafo hojeó el material que le daba el chico. En una fotografía había una señora mayor, sonriente, sentada en un sillón. En otras estaba el chico: una con un perro, otra en una playa, una más con una chica de ojos brillantes y nariz respingona… fotos normales, de gente normal. Las fotos tenían buen color, estaban perfectamente enfocadas, el encuadre era adecuado (eso no era cuestión de la cámara, pero su deformación profesional siempre le hacía fijarse en ello).

- Oiga, joven, si quiere devolver la cámara lo hablamos, pero sabe que estos productos no se suelen devolver si están bien, y estas fotos están perfectas.
- ¿Cómo perfectas? ¿Pero no ve usted que están todas mal?

El viejo se dio cuenta de que el cliente se estaba poniendo más nervioso, y no acababa de entender si de alguna manera le estaba provocando, pero no veía dónde estaba el problema. Bastante alterado, el chico empezó a hablar, casi atropellándose.
- ¿Qué ve en esta foto?
- Está usted con un perro blanco…
- Era Turco, y enfermó hace seis meses. Ahora tengo un cocker negro. ¿Y en ésta?
- Veo a una chica muy guapa, que le mira con ojos tiernos…
- Era mi novia. Ya no salimos, lo dejamos al acabar el verano, hace dos meses.
- ¿Y en ésta otra?
- Una señora mayor, con cara simpática…
- Pues es mi madre, y murió hace dos años, y la foto la hice de prueba, a la habitación, ése es el sillón donde ella se sentaba... ¿Es que no se da cuenta? Yo no puedo haber hecho esas fotos…

Al chico se le rompió la voz, casi gritaba, estaba a punto de llorar. El fotógrafo empezó a entender.
- ¡Hijo mío (perdona que te llame hijo), creo que ahora estoy empezando a ver lo que te ha pasado! Te lo intentaré explicar. Esto es algo raro, pero que a veces sucede. La tecnología nos ha acostumbrado a creer que las cosas son como las vemos, y nada más. Sin embargo, todos podemos experimentar que detrás del mundo aparente, del que creemos ver, hay otro, que no vemos pero que a veces es más real. Esta cámara no está rota, es solo que, al ser antigua, en ocasiones hace fotos de cosas que existen detrás de las que vemos, cosas que pasaron, a veces en momentos de gran felicidad para nosotros. Digamos que la cámara ve lo que vemos y, a la vez, ve lo que nos gustaría ver, y nos puede mostrar una imagen u otra… ¿No es cierto que te acuerdas de tu madre, de tu perro blanco, de tu novia? No debería habértela vendido, al menos sin avisarte de que esto podía ocurrir. Te la cambiaré, elige otra, o si quieres te devuelvo tu dinero...

La cara del chico había ido cambiando mientras Samuel le iba dando la explicación; ahora estaba relajado, sonriendo, con los ojos algo brillantes.
- ¿Deshacerme de esta cámara? ¡Qué dice! Es la mejor cámara que nunca podré tener…

Madrid, 3 de noviembre de 2009

CONTACTOS

Vamos juntos en metro, cada mañana, hasta Ciudad Universitaria. Tus ojos son mi luz. No quiero vivir a oscuras”. La sección de “contactos” que El País publica los viernes en “EP3” es un rincón en el que en ocasiones aparecen micro-poemas de amor que me gusta seguir cada viernes. Éste me había llamado la atención, pues se había repetido varios viernes, desde hacía algunas semanas. Pero no suele haber respuesta pública, por lo que este otro anuncio me sorprendió. “Quien está a oscuras busca la luz. Los marineros, en la tormenta, se guían por la luz del faro. Jueves, a partir de las 7”. Parecía evidente, debía ser una respuesta con cita incluida. En Malasaña hay un pub que se llama “Un faro en la tormenta”, nombre puesto -supongo- con la intención de guiar a los bebedores impenitentes, y que yo frecuentaba hace unos años. No tenía nada mejor que hacer por las tardes, y mi ociosidad decidió parar por allí algunos ratos, por ver qué pasaba. Así que algunas tardes empecé a dejarme caer por el pub; me sentaba en una mesa algo apartada, pero con visión sobre la sala, y me pedía un gin-tónic. Todo ello, más por dejar correr la tarde que por pensar que pasaría algo. Sin embargo, cinco tardes y siete gin-tónic después, se produjo lo que podría ser la esperada “conjunción astral”. Entró un chico al que ya había visto otras veces. Llegaba a la barra, pedía una cerveza, fijaba los ojos en la puerta... y se iba media hora después, dejando un vaso lleno de cerveza caliente. Esta quinta tarde era plomiza, yo tomaba sorbos de mi gin-tónic, el chico miraba a la puerta a la vez que hacía girar el vaso de cerveza.

De repente, el sol venció a las nubes, irrumpió en el pub a través del ventanal, y a la vez se abrió la puerta. Entró una chica delgada, morena. Tenía un bastón blanco en la mano. Sin dudar, se acercó a la barra, se colocó junto al chico y le dijo “¿Quieres ser mi luz?”. Él no daba crédito, y yo, que no me perdía detalle, tampoco. El chico preguntó “¿Cómo sabes quién soy?”. Ella, con una sonrisa pícara que iluminó aún más el local, le respondió “yo no veo, pero mi amiga, que me ha traído hasta la puerta, si”. Empezaron a hablar, y me pareció como si toda la sala se oscureciera, quedando una única luz que les iluminaba a ellos dos. Me levanté y me fui, sin pagar mi copa, y ahora me da vergüenza volver.