sábado, 13 de noviembre de 2010

Sin título

Toco, sin apretarlo, el botón rojo de esa cámara que mi padre me regaló un día perdido, en un tiempo que siempre parece presente. No sé por qué la llevo casi siempre conmigo. Posiblemente se ha convertido en un talismán, en mi amuleto. El tiempo ha dejado sus huellas en la cámara, que ha perdido parte de su baño plateado en el objetivo. También el payaso ha perdido color, y el mecanismo de salto suele fallar. Pero para mí lo importante es tenerla, tenerla cerca, tocarla dentro de mi bolso. A veces, buscando otras cosas en el bolso (las llaves, el mechero...) de repente me encuentro con la cámara, y es como si al volver una esquina te encuentras con un amigo al que no veías hace tiempo. Grata sorpresa, que me aporta una chispa de alegría. Cuando estoy poco animosa la busco, la miro y hablo con ella, y es como si estuviera hablando con mi padre, el día que me la compró en la feria. “¿Qué quieres, Rosa? Sabes que solo puedes pedir una cosa...”. Qué difícil era elegir, en ese mar de objetos brillantes, un regalo, solo uno, cuando te habrías llevado el puesto entero. Encima, el señor del puesto no hacía más que ponerte delante un objeto tras otro, con lo que te creaba más confusión. Pero ese día para mí no había otra cosa en el puesto. El día de antes nos habíamos encontrado con Martín y sus padres. Martín acababa de comprarse una cámara de color verde, y presumía ante mí de su flamante adquisición. Me miraba con cierta tiranía, con un claro aire de superioridad, por su juguete y porque se había enterado de que él me gustaba, por culpa de Pili, la chivata del piso de arriba. Así que cuando le vi con la cámara, se me metió en la cabeza que yo tenía que tener otra. “Quiero la cámara de fotos, papá, la de color azul”. “¿No querías ayer la muñeca con los vestidos? Te pasaste toda la tarde pidiéndomela”. El señor del puesto, al oírlo, intentaba que yo cogiera la muñeca, que debía de ser más cara, pero mi decisión estaba tomada. “No, papá, la cámara”. Me tuve que poner de puntillas para cogerla yo misma, no quería que pasara un segundo más sin que estuviera en mi poder. “Gracias papá, qué contenta estoy, acércate, que quiero darte un beso”. “¡Qué zalamera eres, Rosa! Igual, igual que tu madre, pero no me importa, con tal de coger ese beso que me das”. En ese momento, con la cámara en mis manos, para mí dejó de existir el suelo de arena, que te llenaba de polvo los zapatos, los focos de los puestos, el olor a churros, o el ruido de los aparatos de la feria... Solo el brillo de mi cámara, y el ruido que hacía la cara del payaso al salir, tenían algún valor para mí.
Han pasado ya muchos años desde ese momento, pero la cámara, al igual que los recuerdos, sigue conmigo. A veces me gustaría borrar algunos de esos recuerdos, como cuando rompes una foto que te encuentras abandonada en un cajón, para hacer desaparecer lo que recogió ese momento, aunque sé, todos sabemos, que eso no es así, que los recuerdos son como un corcho en el agua, siempre salen a flote por más que los empujes hacia abajo.
Madrid, noviembre, 2010