lunes, 14 de diciembre de 2009

Estúpida manía circular


“Miro en el reloj y los segundos van latiendo en una estúpida manía circular...”. Sigo oyendo a Aute, aunque las colegas del maco me miran raro cuando lo cuento. Tengo que dar largas explicaciones, hasta que me harto y paso. Que les den… Al fin y al cabo, lo entiendo en parte, este no es tiempo para cantautores, ya lo sé, son personajes trasnochados, de garito, mucho humo y poca luz. No venden, no tienen ritmo, no son cool ni trend (no sé que quiere decir eso, pero se lo oigo mucho a mi pibe, debe de ser algo bueno), pero a mí me da igual. Para mí, Aute, los que le rodean y los que le siguen son los nuevos (o no tan nuevos) poetas de los siglos XX y XXI. Ismael Serrano, Javier Ruibal, Javier Álvarez… Hago alguna excepción con rokeros como el bilbaíno Fito, en quien encuentro una nueva forma de decir las cosas viejas. Me llega. Mis amigas me lo dicen, “tía, estás p’allá, cada día estás más rara”, pero me da igual, me da igual. Yo no me meto con sus bolsos de quinceañeras, aunque ninguna vayamos a cumplir ya los treinta, ni con sus coletas con gomitas, que cada día parecen más tontas… Pensarán que así van a pillar más, pero lo que consiguen es que solo se les arrimen los descerebraos de siempre.

Yo soy de Aute por parte de madre. A ella le encantaba escucharlo en casa, cuando se fumaba los cigarros de la risa, como me decía cuando yo era pequeña. Venían a casa sus colegas, y yo les miraba fijamente, p'a ver si adivinaba en alguno de ellos algún gesto o característica física que pudiera indicarme “éste puede ser mi padre”, pero la verdad es que de todos los que vi (y fueron unos cuantos), mejor que no lo fuera ninguno, vaya panda de pasaos. A veces, cuando no se movían, y tenían los ojos entrecerrados, me acercaba más, hasta casi pegar mi nariz con la suya. Si en ese momento abrían los ojos no veas el sustazo, de ellos y mío, al encontrarnos cara a cara, tan cerca. Mi madre me acababa echando y yo me bajaba a casa de la abuela. Si no estaba el abuelo, pasaba a ver la tele. Si estaba el viejo, mejor ir a la plaza, para no salir del fuego y caer en las brasas.

Pero a lo que vamos, que al Aute lo mamé de canija, no entendía lo que decían sus letras, debía usar cuando escribía la misma marca de tabaco que mi madre, pero se me fue metiendo dentro, y de él pasé a otros parecidos, siempre igual, mangando en las tiendas, buscándome la vida para pillar lo que iba saliendo, ya que siempre anduve tan seca de pasta como de cuerpo.

Y Aute fue mi perdición. Bueno, el pobre no tiene culpa, claro. Pero me aficioné al mangui, cada vez me parecía más fácil, no me pillaban, como soy tan delgada me colaba por cualquier sitio, casi pasaba desapercibida, y pasé de pillar música a pillar de todo, vaya época, qué flipada.

Y un día me trincaron. Una chorrada, no llegaba a tres talegos, pero como estaba ya fichada (vaya mierda, la informática) los maderos vieron que me reclamaban por un palo un poco mayor y me enchironaron, p'a ver qué decía el juez. Y en eso, que esta mañana estaba dando vueltas por el patio, y me llama un jicho diciéndome que quiere verme el jefe de esto. Vengo p'acá y le veo como me mira, y no me ha gustao su jeta. Total, que empieza el tío que si p'arriba que si p’abajo, y de repente me echa mano. Yo seré lo que sea, pero a mí solo me toca quien yo quiero. Total, que he agarrao lo primero que he pillao y se lo he espatarrao en la cabezota. Era un reloj de esos tochos que tenía encima de la mesa, el guarro, al lao de una foto, de su piba, supongo. ¡Qué gritos pegaba, antes de desmayarse, el flojo! Estoy oyendo ya a los guardias, que entrarán enseguida en el despacho, alertaos por el pollo que ha montao el pavo éste. Miro en el reloj y los segundos van latiendo en una estúpida manía circular. Me vuelvo hacia la pared y, en el ojo sucio del espejo, un rostro exhausto me consuela con un gesto familiar.

Madrid, diciembre de 2009. Escrito para el taller de relato

Estúpida manía circular
(Luis Eduardo Aute, Rito, 1973)

Miro en el reloj y los segundos van latiendo
en una estúpida manía circular.
En el ojo sucio del espejo
un rostro exhausto me consuela con un gesto familiar.
Junto a tu fotografía se amontonan las colillas en el cenicero residual.
Huele a besos todavía la almohada que dormía sueños de algodón y celofán.
Leo el libro de poemas que robamos
en un arrebato de infección sentimental.
Una fina lluvia va rompiendo en los cristales
largas lágrimas que empiezo a tutear.
Los zapatos que dejaste calzan pasos en el aire
que el silencio me obliga a escuchar.
Viene un coche por la calle pero no lleva equipaje,
tal vez sea el que venga detrás.
Miro en el reloj y los segundos van latiendo
en una estúpida manía circular.

domingo, 18 de octubre de 2009

Finos hilos de cristal

¡Uf, las 5’15! Me quedan todavía más de dos horas, volveremos a dormir… Cerrar los ojos, buscar postura, respirar profundamente… Todo está en silencio, solo se oye algún coche que pasa por la calle, las sábanas son suaves, cálidas, el colchón es un cuerpo cercano y acogedor, tibio, mullido, suave…

¡Casi las 6! Parece que no voy a poder volverme a dormir. Esta noche se me ha vuelto a romper el fino hilo de cristal que nos une a los sueños. Difícil, si no imposible, será recuperarlo para hoy. En fin, paciencia y barajar, decía D. Quijote, cuando las cosas iban mal. ¡Y mira si tuvo ocasiones de decirlo! Vivir loco, morir cuerdo, quien pudiera… Cuando el pensamiento automático nocturno coge su ruta, no hay quien lo pare…

El mundo, la vida, las calles, las casas, están llenas de finos hilos de cristal. Unos nos unen con nuestros sueños mientras dormimos (si no se rompen, como esta noche). Otros nos unen con nuestros sueños cuando caminamos, despiertos, por la calle, o vamos en autobús… Son hilos que no vemos, no por ser de flexible cristal, sino porque nuestros torpes ojos no suelen ser capaces de percibirlos. Sin embargo, no es imposible. Requiere un tiempo, un entrenamiento, pero se puede conseguir. Hace falta algo de paciencia, un banco o similar donde sentarse, un sitio que sea de paso para la gente, pero no excesivamente saturado (puede ser El Retiro, en un día de diario, pero no vale la Puerta del Sol, demasiada gente que va demasiado deprisa, los hilos se hacen entonces una maraña imposible de ver). También se necesita una meteorología determinada, no son buenos los días de lluvia, ni de sol o calor excesivos. Con los ingredientes precisos (tiempo en nuestras manos, sentados y observando) podemos empezar a fijarnos en los que pasan, focalizando en personas concretas. En algunos no veremos nada, puede que sean personas inertes, que las hay, que caminan, respiran, comen… pero no viven, no sueñan, por lo que no veremos ningún hilo a su alrededor. Pero acabará pasando alguien en quien veremos un hilo, luego otro, y otro… Unos son firmes, brillantes, otros más oscuros, débiles, casi invisibles. Merece la pena verlos, merece la pena dedicar un tiempo a ello. Con suficiente tiempo, paciencia y algo de práctica, nuestros ojos nos mostrarán una inmensa y hermosa red de hilos que van en todas direcciones, horizontales unos, verticales otros. Veremos personas con muchos hilos, otras con uno o dos, otras con todos sus hilos cruzados, alguna con los hilos rotos, arrastrando por el suelo, si se les acaban de romper…

Y no hay que olvidar, dentro de los distintos tipos de hilos, los que quizá sean los más importantes, los que más tenemos que proteger, aunque alguna vez, paradójicamente, hayamos de romperlos. Son los finos hilos de cristal que nos unen con las personas a las que queremos, y que nos mantienen en contacto con ellas, por lejos que estén, incluso aunque ya no estén entre nosotros. Esos hilos son los que permiten que les sintamos cerca, que podamos casi tocarles, aunque el tiempo y el espacio nos tengan separados. Son muy fuertes, casi irrompibles, los que nos unen a nuestros hijos, nuestras parejas, nuestros padres, a algún amigo muy especial. Son los finos hilos de cristal que nos permiten sentirnos en comunión con la vida, que incluso nos sujetan si en alguna ocasión nuestros pies se empiezan a despegar del suelo.

martes, 22 de septiembre de 2009

El chico de la playa



Este cuento lo escribí para mis hijas, por lo que es suyo. Después fue publicado por una amigo en una página para personas sordas.

EL CHICO DE LA PLAYA

Cuando las vio, se sentó al borde del paseo a ver cómo jugaban. No hizo ningún gesto de acercamiento, no intentó hablar con ellas, no les pidió que le dejaran jugar. Solo se sentó a mirarlas, hasta que ellas dejaron de jugar y se subieron a su casa. Era una tarde agradable de principios de mayo, poco aire, playa limpia, un sol que se estaba empezando a entrenar para hacer bien su trabajo en verano.
...
- ¿Quién era el chico que estaba con vosotras? ¿Uno de los amigos del verano?
- ¿Ese? ¿Lo has visto? No tenemos ni idea, se ha pasado todo el rato ahí, mirándonos, y luego se ha venido detrás de nosotras, siguiéndonos hasta casi el portal, pero no ha dicho ni pío, debe estar colgao.
- ¿Y por qué tiene que estar colgao? A lo mejor es extranjero, o tiene algún problema ¿Le habéis hablado?
- No, ¡qué dices! Me voy a duchar...
...
La escena se repitió al día siguiente. Ellas jugaban, él pasó, se sentó y se puso a mirarlas. Pero entonces la pequeña de las dos hermanas, que había oído la conversación del día anterior, se acercó al chico.
- ¡Hola! ¿Estás de vacaciones?
- ...
- ¡Eh! ¡Hola! (¡Este no se entera!) ¿Eres de por aquí?
El chico hizo un gesto ambiguo, moviendo ligeramente los hombros y la cabeza, y empezó a levantarse para marcharse.
- ¡Espera! ¿Quieres jugar con nosotras?
La niña agitó la pelota delante de la cara del chico, invitándole a participar. La hermana mayor observaba, algo sorprendida y bastante divertida, conocedora de lo “echá p’alante” que era su hermana ante otros chicos.
El gesto de ánimo de la chica prendió en los ojos del chico, que empezaron a sonreir. Respondió con un sonido gutural, extraño.
- ¡Ae!
La pequeña recordó a otras personas que hablaban así. Alguna vez había visto y oído hablar a personas sordas mayores, y siempre le habían parecido extrañas, hablando tan raro, haciendo ruidos casi incomprensibles, usando las manos. Ella, como juego, había aprendido algunos signos y se le ocurrió probar.
- ¿Tú eres sordo?
Le dijo, a la vez que llevaba su dedo índice consecutivamente a la oreja y a la boca, después de señalar al niño.
Los ojos del chico se abrieron enormes y extrañados. Si nosotros nos encontráramos solos, únicos extranjeros en una aldea de Rusia o China, y de repente alguien nos preguntara en castellano “¿eres español?” posiblemente pondríamos la cara que puso el chico al ver, sin esperarlo, que alguien se comunicaba con él en su lengua. Un "sí” gutural, poco claro, animó a Carmen a seguir probando, recreando, inventando palabras con sus manos. Isabel, la hermana mayor, acabó de acercarse dudando si participar o llevarse a su hermana a casa.
- “Yo soy Carmen, Caarrmenn”, vocalizó, sin gritos, sin muecas.”Mi papá sabe hablar sordo (¡uy!) y me ha enseñado”, decía, mientras movía sus manos mezclando signos aprendidos y otros que se iba inventando. “¿Cómo te llamas tú?”
- “Al-loz”, le dijo el chico
- ¿Carlos?
El movió la cabeza sonriendo y afirmando. Entonces Isabel le tocó en el hombro. Carlos se volvió hacia ella, que le dijo “yo, Isabel”, a la vez que marcaba una sonrisa y el signo de sonreir, para expresarle que esa era su seña, su “mote” en lengua de signos. “¿y tú?”. Carlos entendió, sonrió, cerró su mano derecha dejando extendidos los dedos índice y corazón y golpeó su sien ligeramente con esa mano.
- “¡Un indio! ¡Tu seña es un indio!”, dijo Isabel, sorprendida.
Carmen no entendía nada, “¿Qué hacéis?”. Isabel le explicó que los sordos, además de usar su nombre, se ponían una seña, un gesto para reconocerse, que solía estar relacionado con alguna característica de la persona. Explicó a Carmen que Carlos, el chico sordo, posiblemente debía hacer muchas tonterías, “hacer mucho el indio”, y sus padres, sus amigos o incluso él mismo había elegido ese signo. Isabel, de pequeña siempre sonriente, había sido “bautizada” así por sus padres para ser presentada a algún amigo sordo que tenían. Para ella era solo un recuerdo, casi perdido, de algo que nunca había utilizado. Todavía no se explicaba cómo se le había ocurrido decírselo a ese chico.
“¡Qué morro! ¡Yo también quiero tener una seña de esas!” Carmen no aguantaba sentirse menos que alguien de su alrededor, daba igual de qué se tratara. También era un poquito antojadiza, su padre decía que si pasaban por una farmacia se le antojaba una aspirina.
Entonces Isabel, llamando la atención de Carlos, repitió su seña y la de él. Después señaló a Carmen, invitando a Carlos a pensar en algo que identificara a Carmen. Carlos casi no podía quitar su vista del pelo de Carmen, tan rizado, y sin pensarlo propuso el signo de un rizo sobre la sien derecha.
- ¡Oye, que yo no estoy loca!
Isabel, partiéndose de risa, le explicó que eran signos parecidos, pero que Carlos se refería claramente a su pelo. Él sonrió y movió afirmativamente la cabeza. Carmen, más convencida, aceptó la decisión de ser, para Carlos, “un rizo”.
Señalando la hora, Isabel dijo que tenían que marcharse. “¡Espera, espera!” dijo Carmen. Haciendo que Carlos la mirara, le dijo, con la boca y con las manos, “mañana aquí. Mañana, 11 horas, aquí mi padre viene y hablamos”.
Tenían un amigo más con el que quedar. Pero esa es otra historia...

Francisco Sánchez García
Madrid, diciembre de 2005