miércoles, 17 de marzo de 2010

48 horas

Han pasado diez años desde aquella noche en la que me acompañó El Quijote en mi insomnio. Diez años que me han parecido cien, diez años que he ido contando día a día, noche a noche, esperando y temiendo cada jornada de trabajo, cada ocasión para recibir tus desprecios. Tres mil seiscientos cincuenta días dedicados a huir de ti más que a hacer mi trabajo, a preocuparme por lo que me dirías más que a atender a las clientas que han pasado por la planta. Hoy, desde que me desperté, desde antes de levantarme, sabía que iba a tener un mal día. Ha sido a las 6 de la mañana, 45 minutos antes de la hora habitual, y ya no me he dormido, aunque me he quedado en la cama, inmóvil, por si podía volver a dormirme. Dos días para cumplir 67 años, 48 horas para jubilarme. Bien nos jodió la crisis, siempre las pagamos los mismos.

Por fin me he levantado, y me he metido en el baño. No me he resbalado en la bañera, no me he dado con el pico del lavabo en la cadera. Menos mal. Afeitándome, la cuchilla me ha provocado una pequeña, recta línea de sangre. Nada que no pueda solucionar un trocito de papel higiénico. Me he vestido, como siempre después del afeitado. Camisa color crema, corbata y pantalón oscuro. Siempre he dicho que hay que dar buena imagen, hasta el final.

En el desayuno, una salpicadura del bollo en el café me ha dejado una minúscula mancha circular en la camisa. Mi mujer habría dicho algo sobre mi mala costumbre de desayunar arreglado, pero ya no está aquí, hace tiempo que cogió otro rumbo. Me iba a cambiar, pero la radio ha dicho que hay huelga de metro. Habrá follón en las calles, mejor será salir pronto. No he llegado tarde en 50 años, no me habría gustado haberlo hecho a dos días de la jubilación.

El coche del vecino, en el garaje, pegado, como siempre. 30 años y no sabe aparcar. Y cuidado, que el mínimo roce es una bronca segura. “Algunos viejos ya no saben conducir, no sé cómo no les retiran el carné”, dice el gilipollas. Seis maniobras, y fuera. Sudando, pero sin roces.

En la planta, los compañeros llevan la cuenta de los días tanto como yo, no sé si será aprecio o es que tienen ganas de perderme de vista; en cualquier caso, sus comentarios han sido amables. “¡joder, Ibáñez, quién lo diría, te jubilas pasado mañana y pareces un chaval!”, “Manuel, ¿te acuerdas de la mili?, ¡No me queda ni pa regalar!”

Después, lo normal, ver pasar el tiempo, ver pasar los primeros clientes, escasos y huidizos, con su cara de no tener un duro en el bolsillo, o un euro, que ya valen lo mismo. Pocas ventas, mucho tiempo para darle a la cabeza.

Todo bien hasta que has llegado tú. Llevo 14 años aguantándote como jefe, sufriendo tus desprecios, tus miradas, tus humillaciones públicas, que se han ido incrementando con el paso del tiempo. Eres el único que no ha tenido una palabra amable, aunque fuera falsa; el único imbécil empeñado en fijarse solo en mis defectos. Y ante todos, como un pavo real, te has reído de mí, te has burlado del pequeño trozo de papel que he olvidado quitarme de la cara. Nadie había dicho nada todavía, puede pasarle a cualquiera, pero para ti ha sido un regalo. No sé por qué has tenido que hacerlo, niñato. Y luego, el remate, la camisa. Solo tú lo has visto, solo tú me has insultado, “viejo descuidado, ¿te tiemblan las manos con el café?”.

¿Y ahora pones esos ojos de extrañeza? Realmente, si que debería haberte extrañado que te haya pedido ayuda en el almacén, yo que no te he pedido nada en los 14 años que llevas siendo mi jefe, 14 años que llevas buscándome las vueltas. ¿No te ha parecido raro, con lo listo que tú eres? Pero no debería sorprenderte que se me haya caído sin querer una caja en tu repeinada cabeza, o que luego, cuando creías que iba a ayudarte o a disculparme, y estabas empezando a insultarme por mi torpeza, te haya sacudido con una la llave inglesa que alguien había olvidado en el almacén. Niñato, imbécil.

Madrid, febrero de 2010