martes, 22 de septiembre de 2009

El chico de la playa



Este cuento lo escribí para mis hijas, por lo que es suyo. Después fue publicado por una amigo en una página para personas sordas.

EL CHICO DE LA PLAYA

Cuando las vio, se sentó al borde del paseo a ver cómo jugaban. No hizo ningún gesto de acercamiento, no intentó hablar con ellas, no les pidió que le dejaran jugar. Solo se sentó a mirarlas, hasta que ellas dejaron de jugar y se subieron a su casa. Era una tarde agradable de principios de mayo, poco aire, playa limpia, un sol que se estaba empezando a entrenar para hacer bien su trabajo en verano.
...
- ¿Quién era el chico que estaba con vosotras? ¿Uno de los amigos del verano?
- ¿Ese? ¿Lo has visto? No tenemos ni idea, se ha pasado todo el rato ahí, mirándonos, y luego se ha venido detrás de nosotras, siguiéndonos hasta casi el portal, pero no ha dicho ni pío, debe estar colgao.
- ¿Y por qué tiene que estar colgao? A lo mejor es extranjero, o tiene algún problema ¿Le habéis hablado?
- No, ¡qué dices! Me voy a duchar...
...
La escena se repitió al día siguiente. Ellas jugaban, él pasó, se sentó y se puso a mirarlas. Pero entonces la pequeña de las dos hermanas, que había oído la conversación del día anterior, se acercó al chico.
- ¡Hola! ¿Estás de vacaciones?
- ...
- ¡Eh! ¡Hola! (¡Este no se entera!) ¿Eres de por aquí?
El chico hizo un gesto ambiguo, moviendo ligeramente los hombros y la cabeza, y empezó a levantarse para marcharse.
- ¡Espera! ¿Quieres jugar con nosotras?
La niña agitó la pelota delante de la cara del chico, invitándole a participar. La hermana mayor observaba, algo sorprendida y bastante divertida, conocedora de lo “echá p’alante” que era su hermana ante otros chicos.
El gesto de ánimo de la chica prendió en los ojos del chico, que empezaron a sonreir. Respondió con un sonido gutural, extraño.
- ¡Ae!
La pequeña recordó a otras personas que hablaban así. Alguna vez había visto y oído hablar a personas sordas mayores, y siempre le habían parecido extrañas, hablando tan raro, haciendo ruidos casi incomprensibles, usando las manos. Ella, como juego, había aprendido algunos signos y se le ocurrió probar.
- ¿Tú eres sordo?
Le dijo, a la vez que llevaba su dedo índice consecutivamente a la oreja y a la boca, después de señalar al niño.
Los ojos del chico se abrieron enormes y extrañados. Si nosotros nos encontráramos solos, únicos extranjeros en una aldea de Rusia o China, y de repente alguien nos preguntara en castellano “¿eres español?” posiblemente pondríamos la cara que puso el chico al ver, sin esperarlo, que alguien se comunicaba con él en su lengua. Un "sí” gutural, poco claro, animó a Carmen a seguir probando, recreando, inventando palabras con sus manos. Isabel, la hermana mayor, acabó de acercarse dudando si participar o llevarse a su hermana a casa.
- “Yo soy Carmen, Caarrmenn”, vocalizó, sin gritos, sin muecas.”Mi papá sabe hablar sordo (¡uy!) y me ha enseñado”, decía, mientras movía sus manos mezclando signos aprendidos y otros que se iba inventando. “¿Cómo te llamas tú?”
- “Al-loz”, le dijo el chico
- ¿Carlos?
El movió la cabeza sonriendo y afirmando. Entonces Isabel le tocó en el hombro. Carlos se volvió hacia ella, que le dijo “yo, Isabel”, a la vez que marcaba una sonrisa y el signo de sonreir, para expresarle que esa era su seña, su “mote” en lengua de signos. “¿y tú?”. Carlos entendió, sonrió, cerró su mano derecha dejando extendidos los dedos índice y corazón y golpeó su sien ligeramente con esa mano.
- “¡Un indio! ¡Tu seña es un indio!”, dijo Isabel, sorprendida.
Carmen no entendía nada, “¿Qué hacéis?”. Isabel le explicó que los sordos, además de usar su nombre, se ponían una seña, un gesto para reconocerse, que solía estar relacionado con alguna característica de la persona. Explicó a Carmen que Carlos, el chico sordo, posiblemente debía hacer muchas tonterías, “hacer mucho el indio”, y sus padres, sus amigos o incluso él mismo había elegido ese signo. Isabel, de pequeña siempre sonriente, había sido “bautizada” así por sus padres para ser presentada a algún amigo sordo que tenían. Para ella era solo un recuerdo, casi perdido, de algo que nunca había utilizado. Todavía no se explicaba cómo se le había ocurrido decírselo a ese chico.
“¡Qué morro! ¡Yo también quiero tener una seña de esas!” Carmen no aguantaba sentirse menos que alguien de su alrededor, daba igual de qué se tratara. También era un poquito antojadiza, su padre decía que si pasaban por una farmacia se le antojaba una aspirina.
Entonces Isabel, llamando la atención de Carlos, repitió su seña y la de él. Después señaló a Carmen, invitando a Carlos a pensar en algo que identificara a Carmen. Carlos casi no podía quitar su vista del pelo de Carmen, tan rizado, y sin pensarlo propuso el signo de un rizo sobre la sien derecha.
- ¡Oye, que yo no estoy loca!
Isabel, partiéndose de risa, le explicó que eran signos parecidos, pero que Carlos se refería claramente a su pelo. Él sonrió y movió afirmativamente la cabeza. Carmen, más convencida, aceptó la decisión de ser, para Carlos, “un rizo”.
Señalando la hora, Isabel dijo que tenían que marcharse. “¡Espera, espera!” dijo Carmen. Haciendo que Carlos la mirara, le dijo, con la boca y con las manos, “mañana aquí. Mañana, 11 horas, aquí mi padre viene y hablamos”.
Tenían un amigo más con el que quedar. Pero esa es otra historia...

Francisco Sánchez García
Madrid, diciembre de 2005