jueves, 1 de julio de 2010

Encuentro en la playa

Recuerdo vagamente mis primeros años, en los que predominaban tres colores: verde, marrón y azul. El verde nos envolvía, el marrón nos sujetaba, el azul (desde el más intenso hasta el que se fundía con el negro) nos cubría por encima. Pensábamos que todo el mundo debería ser así, no podíamos imaginar nada distinto a lo que teníamos. No sabía lo que era un ser humano (ojalá nunca lo hubiera sabido). Conocía al jaguar, al que veía acechar a sus presas a mi alrededor; también al quetzal, y al colibrí, que con sus colores rompían la monotonía de los nuestros. Sentí en muchas ocasiones el abrazo de la serpiente, que me recorría buscando su comida. Siempre silenciosa, siempre fría y suave. El tiempo no parecía existir, más allá del recorrido que el sol hacía sobre nuestras cabezas, o de la lluvia que nos refrescaba y luego se marchaba, empujada por los diferentes vientos.


Pero esa felicidad inmóvil no podía ser eterna.

Fue entonces cuando llegaron los humanos. Eran los seres más ruidosos y raros que habíamos visto hasta entonces, y también los más inútiles por sí mismos. Para cualquier cosa necesitaban valerse de instrumentos y herramientas, no podían hacer nada con solo sus manos. Y nos demostraron todo lo que podían hacer. Llegaron matando a todo animal que se les cruzaba, solo por el placer de hacerlo. Después, nos cortaron con sus hachas, nos tumbaron en el suelo, arruinando los nidos que albergábamos. Arrancaron nuestras ramas y nos arrastraron, produciéndonos los más intensos dolores que habríamos podido imaginar, desconociendo todavía que lo que nos esperaba era aún peor.

Ya fuera de mi mundo vegetal, me trabajaron hasta convertirme en una pieza alargada, cuadrada, y me trasladaron hasta la ciudad, cargado en un carro junto a muchos otros hermanos, de mi especie y de otras, a los que habían hecho lo mismo que a mí. No puede ver nada, pues entramos de noche y fuimos depositados en un oscuro almacén, desde el que solo oíamos las voces de los hombres y el ruido de los carros. También el restallar del látigo, del que después supe que caía lo mismo sobre personas que sobre animales.

Un tiempo después fui sacado de allí, y pasé a formar parte de una casa de esa ciudad, de la que no conocía el nombre. Mi cuerpo sustentaba uno de los accesos, por donde pasaban las mercancías que servían de alimento a los dueños. Estaba en contacto con la calle, pero de poco me servía, todavía no sabía que algunos de los ruidos que emitían estos humanos eran un lenguaje, con el que se comunicaban como hacían los animales de la selva en la que había vivido.

Allí pasé bastante tiempo, no podría decir cuánto. El tiempo, para mí, no tiene ya valor ni utilidad, si es que alguna vez la tuvo. Aprendí a entender el lenguaje de los hombres, y empecé a enterarme de lo que es la vida de una ciudad, aunque sea vista desde donde yo estaba. Desde mi posición, me fui dando cuenta de que no todos los que pasaban junto a mí eran iguales, ni hablaban la misma lengua. Los mejor vestidos, los más blancos de piel, hablaban una lengua dura, como los propios latigazos que daban a los otros, mientras que los de piel oscura, con ropas más viejas y rotas, hablaban lenguas que no llegué a comprender, pero que me resultaban mucho más suaves, más cercanas, que me recordaban los sonidos de mi lugar de origen.

Un temblor de tierra provocó una gran grieta en la pared de la que yo formaba parte. Los dueños de la casa la derribaron, y al rehacerla mi lugar fue ocupado por una ostentosa puerta de hierro. Yo quedé arrinconado, y varias veces estuve a punto de acabar en el fuego. Solo mi gran tamaño de entonces me salvó, mi destino no era ése todavía.

Un día, el hijo más joven de los dueños recorría el patio de la casa y se me quedó mirando. Se fue y volvió al poco rato con un par de criados, que me levantaron y me limpiaron. Debí de gustarle, y me dejó apartado. Dos días después, llegó un carpintero, al que el dueño dio las instrucciones necesarias, por las que yo pasé a formar parte de la chimenea del salón central de la casa. ¡Qué cambio de vida! Pasé a participar, desde mi nueva ubicación, en todos los momentos importantes de la familia y de sus amigos, que eran muy numerosos por lo que pude ver. Me gustaba sobre todo la compañía de la niña pequeña de la casa, que pasaba muchos ratos del invierno junto a mí. Fiestas, bailes, cenas... Todo lo importante sucedía en el salón. Muy especial fue la fiesta en la que los dueños celebraron lo que ellos llamaban el cambio de siglo. “¡Feliz mil ochocientos!”, repetían continuamente, mientras brindaban y se besaban unos a otros.

Pero no todo fue fiesta en el salón. También se empezó a hablar mucho de cambio; palabras como “revolución”, “independencia”, “lucha”, “campesinos”, “justicia” sonaron cada vez con más fuerza, y la familia se enzarzaba en fuertes discusiones, padres contra hijos, hermanos contra hermanos. No quiero extenderme en mi historia. Las disputas en la casa solo reflejaban lo que pasaba en la calle, y que acabó de forma violenta. La casa fue asaltada, expoliada, arrasada. Yo volví a ser arrancado, y acabé formando parte de un barco. Tras un tiempo de navegación, el barco no pudo resistir una gran tormenta, que lo desarboló y acabó con él. Desmembrado, los distintos elementos del mismo fuimos dispersados por las corrientes, permaneciendo en la superficie del mar durante un tiempo que sigo sin saber contar.

Y ahora estoy en tus manos, arrojado a la orilla de esta playa, nuevamente en un lugar que desconozco. Viéndome, es imposible saber lo que fui, lo que vi, donde estuve, pues no soy ni sombra de lo que llegué a ser en la selva, con mis hermanos; ni siquiera lo que fui durante los años que estuve en manos de los hombres. Solo lo que sufrí puede apreciarse, viendo mis heridas, los rastros que me dejaron las diferentes herramientas, los efectos que en mi cuerpo ha ido dejando mi larga deriva en el mar. Quizá acabe mis días en una hoguera de playa, siendo luz y calor, lo cual no estará tan mal, pues será como volver a mi origen, a la luz y calor que me rodearon.


Madrid, julio de 2010