domingo, 9 de enero de 2011

Navidad, Navidades

¿Cómo era la Navidad? ¿Cómo era mi Navidad, hace 40 años?


La Navidad era frío, risas y espera. No recuerdo en qué momento, en qué fecha empezábamos a poner el Nacimiento, pero me acuerdo de ir todos los años a la mercería Coliseum (estaba al lado del cine del mismo nombre, en la C/ San Francisco) a comprar alguna figurita para ir ampliando o reponiendo las que se habían roto. Había que esperar un rato largo en la pequeña tienda, y después mirar mucho y pensar muy bien lo que se iba a elegir, pues el dinero era muy escaso. La compra suponía negociación interna (entre hermanos y acompañantes) y externa, con el dependiente, para ver si podíamos sacar algo más barato, y así disponer de algo de dinero para los objetos de broma que se vendían en el mismo sitio: cerillas que explotaban, aceitunas de cera, bombas fétidas, cacas de plástico hiperrealistas, que parecían más reales que las verdaderas. Preparábamos a la vez lo religioso y lo profano, Navidad e Inocentes todo en uno.

Poner el tablero con las patas, arrastrar el saco lleno de trozos de corcho (¡natural, de verdad!) que conformaría las montañas, ordenar las figuras una a una, despatarrar a los corderos para que se sostuvieran de pie, pegar el fondo de papel (que siempre se resistía a adoptar la posición plana, después de un año de estar enrollado)… Montar las luces, sin olvidar la principal, que iluminaba el portal por dentro, y las del castillo. Siempre había alguna fundida, pero para eso servía, desde pequeños, saber hacer empalmes. Y avanzar cada día un poco a los tres Reyes, con sus camellos y pajes, para que el día 5 llegaran al portal. Y por supuesto, no poner al Niño hasta el día 24 por la noche, o el 25 en la mañana. ¿Qué pensarían las figuras de S. José y la Virgen, varios días mirando una cuna de pajas, vacía?

Navidad era despertar oyendo, desde la cama, a los niños con el tostón de la lotería, que nada nos importaba a nosotros. Era escribir la carta, pedir la luna, mentir diciendo lo buenos que habíamos sido, echarla al buzón de correos. Era la cabalgata y la espera, poner el zapato, levantarse al día siguiente a coger lo que los Reyes hubieran dejado: el fuerte de madera, con los “americanos e indios”, el coche que se dirigía con un mando, unido por un cable, la caravana del oeste que se movía sola y hacía el ruido de los caballos, la cartera ¡de cuero de verdad! y con dos correas para llevar a la espalda, para ir al colegio… También era ver –con mucha aprensión y miedo-al pavo, vivo, en la pequeña despensa de la casa. Mirarle a los ojos, sentirse mirado por él.

Y frío, mucha sensación de frío, con pantalón corto o largo. No sé que sería peor, si el frío o la ropa para evitarlo, pues el pantalón largo era de una tela que picaba como demonio, y los verdugos de lana eran absolutamente agobiantes e insoportables.

La parte más seria tampoco debió de estar mal: la misa (¡que no recuerdo en absoluto!), la visita a los Belenes que se ponían en los edificios públicos, en las iglesias, en los escaparates de las tiendas.

Pero la Navidad era, sobre todo, luz y risa. Son dos sensaciones, más que imágenes, que no se borran: mucha luz, mucha diversión, mucha familia alrededor, un ir y venir continuo a casa de los primos que vivían junto a nosotros.

No pretendo nada parecido a una comparación con la actualidad. Es diferente, ni mejor ni peor. Ahora tenemos la que tenemos. Entre medias hemos tenido otras: cuando nos fuimos independizando, cuando nacieron nuestros hijos, cuando quedó alguna silla vacía en la mesa... Ésta es la que hay ahora, y así debemos disfrutarla, como disfrutábamos de la otra, de las otras.

Madrid, enero de 2011

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